Tierra quemada

Cuando en el otoño de 1944 las tropas aliadas avanzaban por los países ocupados y después por el propio territorio alemán, desde el cuartel general del Führer se emitieron instrucciones para que la retirada del ejército fuera acompañada por la destrucción completa de todo lo que pudiera servir, no sólo para el avance de los ejércitos aliados, sino para la propia reconstrucción de las zonas liberadas.
Por ese motivo se inició el derribo de puentes, de tendidos eléctricos y de postes telefónicos; la inutilización de líneas férreas, de aeródromos o de vías de comunicación; la destrucción de instalaciones industriales y de centrales de agua, gas y electricidad; la inundación de minas y pozos de extracción; e incluso la quema de los registros públicos y archivos administrativos. El objetivo era dificultar la recuperación, el desarrollo y la futura gestión y gobierno de esos territorios y de la propia Alemania. En definitiva, aplicar lo que se conoce con la metáfora de tierra quemada.
Ahora que se respira en Occidente un aire de cambio y que se tiene una sensación de fin de ciclo, en nuestro país está férreamente anclado un líder y su establishment que no van a reconocer que su tiempo ha pasado y que se soldarán al poder de forma que sea imposible despegarlos sin descarnarnos. Ya son muchos, y no sólo los más agoreros, los que piensan que el sanchismo va a ser como una especie de plaga bíblica que dejará a nuestro país en una paupérrima situación de la que costará mucho salir… ¡Si es que se sale!
En términos políticos, España será una democracia débil y vulnerable que ha perdido todas las referencias institucionales: organismos como la Fiscalía General, la Abogacía del Estado, los cuerpos de letrados y los consejos consultivos habrán quedado inservibles para el ejercicio equilibrado y profesional de sus funciones legales; el Tribunal Constitucional se habrá convertido en el ariete contra algunos de los valores constitucionales, como la igualdad, el principio de legalidad o la integridad territorial, y como arma para desactivar la independencia del Poder Judicial y su autonomía jurisdiccional; el Parlamento habrá sido rebajado a la categoría de destino optativo que ya no habrá que visitar obligatoriamente para que ejerza sus funciones de control o incluso su iniciativa legislativa; la corrupción habrá sido habilitada por vía de su generalización, y habrá desaparecido de facto el concepto de responsabilidad política por la impunidad o la falta de su exigencia a quien la ha permitido o alentado; se habrán traspasado todas las líneas rojas que impone la ética política, y no sólo por haber blanqueado el terrorismo etarra y el golpismo independentista, sino por haber avalado el uso de la mentira, la prepotencia y el chantaje, como instrumentos aceptables en la actividad pública.
Pero, además, el sanchismo se ha encontrado como pez en el agua en el escenario de la cultura e ideología woke que tanto ha contribuido a desnaturalizar los ámbitos de libertad e igualdad de las democracias liberales. Será, por tanto, un escenario muy deprimente en el que habrá que intentar recuperar política e institucionalmente una democracia efectiva.
En los referidos estertores del nazismo, el arquitecto y ministro de Armamento del Reich, Albert Speer, que pronto supo que la guerra estaba perdida, utilizó su capacidad de influencia sobre Hitler para intentar evitar la estrategia de tierra quemada. Aprovechando sibilinamente la demente convicción del Führer de que se podrían recuperar rápidamente los territorios perdidos, Speer le hacía entender la conveniencia de mantener intactas industrias, instalaciones o vías de comunicación que después serían muy necesarias.
De igual modo, aquí sería muy conveniente que desde algún lugar inédito del sanchismo alguien hiciera ese papel de pepito grillo. Alguien que susurre en las zahurdas del Partido Socialista que un deterioro irreversible no es, a medio plazo, bueno para nadie, que es necesario que las instituciones permanezcan para que lo haga el sistema democrático, y que pueden ser ellos los que en un tiempo echen de menos, para vigilar o controlar a otros, los instrumentos y las instituciones que ahora están dejando inutilizados.
Por supuesto que con el presidente del Gobierno no se puede contar; a Sánchez es imposible convencerle de nada con el argumento de que puede ser bueno para alguien distinto de él mismo. Él aguantará en su búnker, ignorando la carbonización de la democracia española. Ojalá sirva su terquedad para ejemplificar lo que nunca debe ser un político: porque alguien que hace esa idolatría patológica de la auto-resiliencia debiera ser descalificado para la asunción de responsabilidades públicas en un régimen democrático.