Opinión

La Sección 230

La pasada semana nos ha dejado grabadas en los ojos y en la mente, las escenas de lo sucedido el día de Reyes nada menos que en el Capitolio de Washington, epicentro de la mayor democracia del mundo.

Ya han quedado para la historia las últimas elecciones presidenciales norteamericanas celebradas el pasado ‘primer martes de  noviembre’, y no precisamente con letras de oro. La victoria parecía sonreír claramente a Trump en la misma noche electoral, al poco de comenzar el escrutinio, y una vez cerrado en estados considerados a priori como significativos para ganar la presidencia —como Ohio y Florida— dándole por ganador en ambos, y yendo por delante en Georgia y Pensilvania. Sin embargo, la suerte giró en otros estados como Arizona —feudo histórico republicano—, Texas y Wisconsin, para acabar dándole el triunfo en Georgia y Pensilvania y la victoria presidencial a Biden.

Lo sucedido desde aquella primera semana de noviembre ha sido tan insólito como preocupante, teniendo su clímax en el asalto al Capitolio. Todo lo sucedido es de tal gravedad —incluido que Trump ya haya anunciado que no asistirá a la ceremonia de relevo, el 20 de enero próximo—, que debemos bucear en los hechos y no quedarnos en la superficie, que sería además «superficialidad» en este caso.

Las denuncias de fraude electoral comenzaron a anunciarse incluso ya antes de cerrarse las urnas y, como sabemos, han sido desestimadas por los jueces, incluida la Corte Suprema que las inadmitió a trámite. Llegados a este punto, todo parecía finiquitado hasta la pasada semana, con el procedimiento que la Constitución establece para que el Congreso —Cámara de Representantes y Senado— ratificara los delegados obtenidos en favor de cada candidato en las urnas de sus estados, el pasado 3 de noviembre. Por el camino quedó la unanimidad de los medios de comunicación en proclamar como vencedor a Biden desde el primer momento, dando por desestimadas todas las demandas presentadas por Trump antes de que así fuera efectivamente decidido en sede judicial, e incluso atreviéndose a calificar una situación tan grotesca y lamentable como la del asalto al Capitolio, nada menos que como de intento de golpe de Estado. Lo que todavía no han aclarado es cómo pudieron acceder tan fácilmente los asaltantes, ni las condiciones en las que se produjeron las muertes inexplicadas.

Lo definitivo ha sido la decisión de las grandes operadoras tecnológicas Twitter y Google de vetar y suspender indefinidamente su acceso a Trump por considerar que estaba «incitando a la violencia y ser responsable de lo sucedido». La inquieta demócrata Nancy Pelosi, presidenta de la House, desea incluso promover un impeachment —moción de censura— para, se supone, inhabilitarle a perpetuidad y que no pueda ser candidato en noviembre de 2024.

Si preocupante era esa unanimidad mediática, lo sucedido ahora no lo es menos. Una democracia es un régimen de «opinión pública», la cual se va conformando sobre la información publicada en los medios, que tienen en las tv y las redes sociales una formidable capacidad de transmisión de información on line y a nivel global y, por tanto, de influencia en última instancia en la conformación del voto ciudadano que legitima el poder en una democracia.

Para aportar luz a lo que sucede, es necesario conocer que, en opinión de Trump, hay un muy grave conflicto de intereses entre la libertad de expresión y las operadoras que le han censurado sobre la base de la conocida como «Sección 230». Si hay unos globalistas con poder económico y financiero suficiente para controlar los principales medios de comunicación y transmisión de información instantánea, el riesgo de que el poder real no esté en el pueblo, sino en manos de ignotos capitalistas es excesivo y peligroso.

Sin duda, es todo un signo que Maduro, Kim Jong-un o Raúl Castro tengan acceso libre a las redes sociales, y no lo tenga Trump. Por el bien de todos, y aunque sus formas puedan resultar incluso extravagantes, casi 75 millones de estadounidenses le han votado y merecen un respeto, al igual que la democracia norteamericana. Al menos para la causa de la libertad en el mundo.