Sánchez y su fiscal general acosan al Supremo: la democracia pende de un hilo

Fiscal general del Estado

El fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz, desautorizado doblemente por el Tribunal Supremo, que deberá pronunciarse sobre su continuidad en el cargo, ha decidido emprender una peligrosísima huida hacia adelante al recusar a los miembros del Alto Tribunal que deberán resolver el recurso contra su designación como máximo representante del Ministerio Público. No existen precedentes: el fiscal general del Estado esparciendo sombras de sospecha sobre la imparcialidad de los magistrados del más alto tribunal jurisdiccional del Estado, al más puro estilo del separatismo catalán que acusó a los jueces de lawfare.

El grado de degradación al que García Ortiz ha sometido a la Fiscalía ha superado los límites tolerables en un Estado de Derecho al llevar su sometimiento al Gobierno a unos niveles de indecencia jamás visto. García Ortiz, en lugar de asumir su responsabilidad en el nombramiento irregular de su antecesora, Dolores Delgado, como fiscal de Sala -un claro desvío de poder, según el Supremo- y presentar su dimisión ha decidido arremeter contra el tribunal superior en todos los órganos jurisdiccionales del Estado, un ataque al principal órgano del Poder Judicial.

Se agotan los calificativos para definir la irresponsabilidad que supone que un fiscal general del Estado dude y ponga en cuestión la independencia de criterio de los miembros del Tribunal Supremo. El mismo fiscal general que ha llevado al Ministerio Público al nivel más bajo de descrédito por su pastueña y servil defensa a ultranza del Gobierno de Pedro Sánchez se ha permitido la osadía de arremeter contra el Tribunal Supremo, comprando los argumentos de los separatistas catalanes que subvirtieron el orden constitucional.

Lo que está ocurriendo es de una extrema gravedad, porque el Gobierno de Pedro Sánchez, con la ayuda del fiscal general del Estado, está inmerso en una brutal ofensiva contra la estructura institucional del propio Estado de Derecho. Está en juego -y no es ninguna exageración- la supervivencia de nuestro sistema democrático.

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