Propagandistas baratos
Nunca antes en la historia de España un partido joven se hizo viejo tan rápido. La verosimilitud del término «casta» les ha durado a los podemitas lo que han tardado en llegar a las instituciones. Pablo Iglesias definió a aquéllos que conforman ese teórico grupo como «un sector minoritario que disfruta de unas condiciones de privilegio y no se parece a la gente normal», justo en lo que han caído tanto él como sus adláteres. Un ciudadano normal no viaja con chófer y dos escoltas. La gente normal no viaja en business a Nueva York con cargo al erario público. Ningún ciudadano que cumpla con escrúpulo sus derechos y obligaciones amenazaría a los periodistas o censuraría a los que piensan diferente. Tampoco tendría ventajas para hacerse con una vivienda de protección oficial bajo la única ambición de lucrarse. Eso no lo hace la gente normal, es cierto. Eso lo hacen los capataces de Podemos. Partido que, tras concatenar purga tras purga casi al modo soviético, ha quedado como el coto privado del radicalismo. Sin atisbo de democracia participativa ni de divergencia en los postulados.
No es de extrañar, por tanto, que los gerifaltes podemitas, tan dados a la propaganda barata, busquen ahora en la «trama» una justificación para seguir perseverando en sus tácticas goebbelianas: repetir una mentira mil veces con la esperanza de que se convierta en verdad. Quizás por eso les molesta tanto la prensa libre, que no se traga un argumentario compuesto por unos mantras que se sostienen a duras penas sobre la inconsistente base de la demagogia y el populismo. Ya en la pasada Asamblea de Vistalegre II esa «trama» sirvió para reforzar en el poder a la facción más visceral de Podemos: Pablo Iglesias, Irene Montero, Rafa Mayoral y demás patulea. Partidarios todos ellos de mantener la visceralidad como constante política e impregnar cada discurso del rancio modelo de la «cal viva». Con semejantes preceptos, no es de extrañar que ahora traten de acuñar un nuevo término de cabecera para renovar su dialéctica, tan demodé que resulta impropia de quienes se autodenominaron «nueva política». Una formación que en poco más de tres años ha quedado reducida a castuza de la más vieja por más piruetas y tirabuzones que hagan con el lenguaje.
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