El postureo épico de Greta y Colau
Hay gestas que cambian el destino de la humanidad: Waterloo, Normandía, la llegada del hombre a la Luna… Y luego está la accidentada flotilla rumbo a Gaza. Una armada cuyo verdadero cargamento no son sacos de harina, sino toneladas de inmadurez en busca desesperada de identidad o en su defecto de protagonismo y likes con la carita toda iluminada de virtud.
En efecto, Gaza no comerá, ni beberá, ni estará a salvo gracias a Ada Colau ni a la incansable Greta Thunberg (sus mohines cursis desinhibidos me hacen desear la extinción de la humanidad o que la Tierra implosione).
La tan necesitada ayuda -ojalá pudiéramos echar una mano los civiles- entra, cuando entra, por los pasos fronterizos, en camiones supervisados, no en veleros con influencers de iPhone 16. Una veintena de barcos con activistas, desgraciadamente, no va a sostener a dos millones de personas sitiadas, por muy bondadosos que se sientan sus pasajeros. Lo que sí sostienen es la narrativa: jóvenes (y no tan jóvenes) que se embarcan en la aventura que dará sentido a sus (trastornos límites de la personalidad) biografías.
¡Vamos Colau! Es evidente que esta flotilla no es logística, quizá litúrgica. No es altruismo, es storytelling. El postureo humanitario tiene la escenografía de toda epopeya: chaleco fosforito, bandera palestina, cámara en ristre y biodramina, donde el vómito se convierte en prueba iniciática, como en los antiguos ritos de paso. Solo que en lugar de tatuajes tribales o escarificaciones, aquí el sello de la gesta es un selfi con fondo de Mediterráneo y flequillo agitado.
La verdadera pregunta no es si llegarán a Gaza, van muy mal organizados estos marineros de tiktok, sino si conseguirán suficiente cobertura 5G para retransmitir el sacrificio, para convertir cada arcada a bordo en trending topic, cada porrito en eslogan. Son náufragos de su propio desconcierto: no saben quiénes son, pero para eso está Instagram, para apuntalar con likes sus egos frágiles.
La gente suele pensar que los activistas viven de su generosidad, que su entrega es tan pura que no necesita nómina ni recibo de la luz. Pero lo cierto es que detrás de sus viajes hay una economía muy pragmática: subvenciones públicas, ONGs que funcionan como ramificaciones sentimentales de la política y, en el caso de Greta, conferencias, libros y fundaciones que la pasean por el mundo como si fuera un talismán ecológico. No pagan el alquiler con abrazos a los árboles ni la gasolina con consignas: lo financian con dietas, invitaciones y programas que salen, en buena parte, de nuestros impuestos. En el fondo, viven de lo mismo que cualquier creador de contenido: de la necesidad de ser vistos.
Por supuesto, un aplauso a quien lleve comida, medicinas y médicos a Gaza y a dondequiera que necesiten ayuda. Pero aquí lo que se transporta son narcisismos necesitados, pienso. El hambre del reto de la flotilla no está en Gaza: está en sus vanidades.
Volverán, espero que sanos y salvos, convencidos de haber escrito una página en la historia, cuando en realidad solo habrán actualizado su foto de perfil.
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