Los pazos de sangre
En el Madrid frentepopulista de 1936, donde eran asesinadas cerca de 200 personas al día, según los informes de diplomáticos extranjeros, había tres motivos de pánico, como escribió Wenceslao Fernández Flórez en su libro El terror rojo: el automóvil que paraba enfrente de casa, el ascensor que subía y el timbre de la puerta.
Así debió de suceder el 11 de agosto de 1936 en el número 25 de la calle Goya, ante el temor de muchos de sus vecinos. Aquel día, milicianos armados irrumpen en uno de los pisos y se llevan detenidos al cabeza de familia, capitán de complemento de caballería, abogado y escritor, de 60 años, y a su hijo, estudiante de Derecho de 19.
Alguien ha tenido reflejos suficientes para llamar a la comisaría del distrito de Buenavista para avisar del asalto. Se presentan a tiempo varios agentes pero, al descubrir que los milicianos siguen también órdenes del Gobierno, sólo discuten con ellos sobre el destino de los detenidos.
Los milicianos dicen que tienen que conducirlos a la checa del Círculo de Bellas Artes, en la calle Alcalá, donde trabajan al alimón en la limpieza de retaguardia el Ministerio de Gobernación y las checas de partidos y sindicatos. Los guardias, por su parte, reclaman que sean llevados a la Dirección General de Seguridad, en la calle Víctor Hugo, posible antesala de su ingreso en algunas de las prisiones madrileñas, ya atestadas de los considerados enemigos de la República y la revolución.
Hasta la cárcel parece una garantía ante los funestos paseos que llenan las calles, parques y arrabales de Madrid de cadáveres, tantos que se pone en marcha un servicio municipal de recogida diaria, que el morbo popular bautizará como el carro de la carne. Para muchos será sólo una pasajera estancia antes de caer acribillados en los fusilamientos en masa, con otros centenares de reclusos, de Paracuellos del Jarama, Aravaca o Torrejón de Ardoz.
La justicia del pueblo decide en la checa de Bellas Artes la suerte del padre y el hijo apresados en Goya 25. Una brigadilla encargada de la ejecución de los marcados con la muerte, los conduce a las tapias de la piscina La Isla, en medio del río Manzanares, junto al Puente del Rey. La silueta de Madrid se despliega como un telón fúnebre en la noche cálida del estío. Padre e hijo apenas tienen tiempo de cruzar sus miradas en un adiós eterno y sin palabras.
Francisco Camba relata en su novela autobiográfica Madridgrado que, después de detenerle, unos milicianos le condujeron a las cercanías de la ermita de San Antonio de la Florida para mostrarle los cadáveres de aquel padre y su hijo, a quienes conocía. Uno de los milicianos le contó que el chico cayó primero, pero que con su último hilo de vida pudo medio alzarse para tapar el cuerpo abatido de su padre con una gabardina que llevaba sobre los hombros.
El dueño de una vaquería cercana descubrió a la mañana siguiente los cuerpos sin vida del padre y el hijo en la antigua carretera de La Coruña, el actual paseo de la Florida. Pudo describir al padre como «grueso y de pelo castaño», mientras que del hijo aseguró que «tenía el pelo muy rubio y era muy agraciado de facciones».
Para que ningún otro familiar pudiera correr peligro al ir a identificar sus cadáveres en el depósito judicial, como solía ocurrir entonces, unos antiguos empleados de la familia se ofrecieron para ello. Según contarían después, los cadáveres presentaban «muchas heridas de arma de fuego en el cuerpo y en la cara», señal de ensañamiento.
La esposa y madre de los asesinados, Manuela Esteban-Collantes y Sandoval, condesa viuda de la Torre de Cela, no tuvo ánimo después de la guerra para presentar la denuncia por el doble crimen. Lo hizo con su autorización un familiar, pero no señaló a ningún culpable. Sólo apuntó que uno de los milicianos que intervino en la detención tenía el pelo rojo.
Quizá uno de los pocos alivios que tuvo la familia fue pensar que la madre y abuela de los infortunados se libró de recibir el mazazo de la terrible noticia, pues había fallecido en 1921, con 70 años. De no haber sido así, esta mujer, la novelista Emilia Pardo Bazán, habría podido quizá escribir la más desgarradora elegía por los asesinatos de su único hijo varón, Jaime Quiroga y Pardo-Bazán, caballero de Santiago, y su único nieto, Jaime Quiroga y Esteban-Collantes.
Doña Emilia habría podido quizá lamentar la catástrofe de la guerra fratricida, la voracidad exterminadora del odio, la pérfida temeridad de los políticos que alientan el enfrentamiento entre los ciudadanos, la mentira de las consignas bajo las que se disfraza la aniquilación del otro, la barbarie de quienes disparan contra personas inermes por envidia, por resentimiento o porque no piensan como ellos… O habría podido quizá no escribir nada para evitar que su tristeza emborronara una y otra vez la tinta de su manuscrito con ríos de lágrimas.
Años antes de su fallecimiento, al ver entonces sin descendencia a sus tres hijos, se había oído a doña Emilia lamentarse por el futuro incierto de una de sus más valiosas propiedades: las Torres de Meirás, en el municipio coruñés de Sada. Meirás, Meirás, ¿de quién serás?, suspiraba entonces la escritora. Según se dijo después de su muerte, la autora de Los pazos de Ulloa pudo irse al otro mundo con la tranquilidad de haber designado heredero a su nieto del alma.
Transida de dolor por la muerte de su marido y su hijo, Manuela Esteban-Collantes, junto con su cuñada María Quiroga, se desprendió del llamado Pazo de Meirás en 1938, un año antes de terminar la Guerra Civil. La finca fue adquirida por la Junta Pro Pazo del Caudillo como obsequio al entonces jefe de Estado de la España nacional. El general Franco lo uso desde 1939 como residencia estival, como hizo su familia después de su muerte hasta que en 2021 la Justicia sentenció que era propiedad del Estado, al entender que la donación no fue a la persona de Franco, sino a la institución.
Ahora que el Gobierno de Pedro Sánchez ha decidido que el Pazo de Meirás sea un «lugar de memoria», los jirones del pasado se ciernen sobre el enclave clamando contra el olvido del exterminio de la sucesión masculina de doña Emilia por aquellas bandas criminales del Madrid revolucionario de las que, sin ningún escrúpulo, se consideran orgullosamente deudores quienes hoy gobiernan.
Como ha escrito recientemente en ABC sobre la decisión de Sánchez un gran estudioso de la autora de La gota de sangre, José María Paz Gago, «sólo la ignorancia sobre la dramática historia de los Quiroga Pardo-Bazán explica semejante dislate, una intolerable humillación a la descendencia de la ilustre escritora, masacrada por aquellos a lo que se quiere homenajear en su propia morada».
El Pazo de Meirás será un nuevo lugar de desmemoria donde el caudillo Sánchez escribirá otro capítulo más de su particular historia de la infamia, borrando la memoria de los herederos de la escritora asesinados y exaltando la del bando de sus verdugos. Lo llaman «memoria democrática», cuando es simplemente amnesia totalitaria… y canallesca.
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