La Palma, nuestra isla bonita
Escribo estas líneas desde el bosque de los Tilos, visita que tenía obligada desde hace meses por recomendación de mi amigo Javier Cantero. Este paraje natural del Parque de las Nieves es seguramente la mejor expresión de la naturaleza en todo su esplendor. No hay ruidos, ni gritos, ni gente… Este domingo, lo único que distorsiona el ambiente relajado del sonido del agua y de los pájaros es el rugir de un volcán que, pese a estar lejos, se deja oír con fuerza.
Me siento en el cruce que va hacia el nacimiento del Cordero, a las ocho de la mañana, con el pelete canario que para los insulares no es más que una pequeña calima. Llevo ya prácticamente una hora caminando en soledad, tiempo que aprovecho para despejar la mente tras una semana frenética con la lava de fondo. Siete días sin mirar el reloj ni lo que pasaba fuera de la isla, con más de 800 kilómetros en una orografía complicada y que hacen que una distancia corta se convierta en un gran viaje.
Los periodistas no tenemos por costumbre empatizar demasiado. Más cuando estás trabajando, ya que eso no hace sino dificultarte tu tarea ya de por sí complicada. Pero también es verdad que, con el paso de los días, cuando sales de la vorágine del foco informativo y consigues conectar contigo mismo, te das cuenta de lo que has vivido y sufrido. Y te pones a llorar en un rincón de casa o del bosque en el que no te vea nadie. Porque aunque tú no has perdido ni tu casa ni tu vida, has sufrido con ellos.
Sufrí con Pedro y su esposa, prismáticos en mano, viendo en directo cómo la lava sepultaba su casa del barrio de El Paraíso de casualidad. Me abracé y calmé a Inés, que tras horas de vigilancia vio cómo perdía todo lo que tenía. Traté de dar esperanza a Mili, mientras esperábamos a los Reyes, diciéndole que las ayudas llegarían. Y corrí como no había corrido nunca llevando fotos de gente desconocida y ropa tendida llena de ceniza de casa de Yaiza y su familia a un camión que otros vecinos les habían prestado. Sin conocerles, todos ellos, hoy son parte de mi vida.
La Palma nos ha enseñado que la madre naturaleza, esa que ahora mismo me permite desconectar de todo durante unos minutos en un paisaje idílico, es más fuerte que nosotros. Y que de la misma forma que nos creó, es capaz de destruirnos. Porque no nos debe nada. A diferencia de nosotros a ella. Por eso, tras vivir lo vivido, te das cuenta de la importancia de cuidar de lo que nos rodea. De no ser egoístas y dar vida a la vida.
Hace un año, más o menos, me enamoré de las Islas Canarias. En ellas he descubierto que lo más importante de la vida es vivir, algo que a menudo se nos olvida. Había estado previamente, pero hasta entonces no hice el crush. Su gente, como Pedro, Inés, Mili o Yaiza, los anónimos que se han ayudado entre ellos y a nosotros, los periodistas, cuando también hemos sido desalojados de nuestros hoteles, o los trabajadores del Cabildo, con especial cariño por la directora de comunicación, Damaris, siempre pendientes de que estuviéramos bien, son los que hacen grande La Palma.
El miedo de todos ellos, el miedo de los palmeros, es que con el paso de los días, cuando la tensión informativa se desvíe para otro lado, nos olvidemos de la isla. Creedme que no va a pasar. Los que podemos contribuir a que esto no ocurra, no lo vamos a permitir. Porque sois parte de nosotros. Y después de esto, aún más. Cuando el monstruo, como lo llaman ustedes, deje de rugir y expulsar fuego y ceniza, os ayudaremos a empezar de cero. Con la seguridad y el convencimiento que en tiempo récord os volveréis a sentir orgullosos y privilegiados de vivir en la isla bonita. Lo que daríamos algunos por ello.
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