Un pacto de rentas imposible e inútil
El mantra del momento para combatir la inflación disparada que nos acecha es el llamado pacto de rentas, que patrocina con pasión el Banco de España. Pero el enfoque del gobernador Hernández de Cos parte de una premisa inexorable que no es compartida por el Gobierno: que la sociedad española se ha empobrecido de manera acelerada y general a causa de la subida de los precios y que sería conveniente que todos los agentes económicos interiorizaran la nueva realidad asumiendo la parte correspondiente de la caída del nivel de vida. El pacto de rentas es en esencia discutible si el objetivo es buscar una solución, ya sea de consenso, porque iría en contra del libre mercado, pero, como digo, el problema de partida aún en el caso dudoso de que pudiera implementarse es que el diagnóstico del Ejecutivo sobre la situación económica está muy alejado de la realidad e incomprensiblemente presidido por el optimismo.
Su tesis es que las cosas marchan satisfactoriamente, que la inflación es un desequilibrio que azota por igual a todos los países -da lo mismo que no sea cierto- y que el empleo va viento en popa, dado el aumento de la contratación indefinida, inevitable cuando la alternativa se ha prohibido por ley, pero engañoso porque el número de horas de trabajo sigue reduciéndose a través de los contratos fijos discontinuos. El único dato estadístico irrefutable es que la tasa de paro sigue instalada en el 14 por ciento, la más alta de la UE, y que al mismo tiempo hay miles de puestos de trabajo sin cubrir en sectores tan importantes como el campo, la hostelería, el turismo a punto de iniciar su campaña de verano, la construcción, el transporte y el campo en plena época de recolección. Esta es la prueba del nueve de que tenemos un mercado de trabajo disfuncional -rígido, sometido a asedios como un salario mínimo prohibitivo y un coste del despido demasiado elevado- así como el peor servicio de empleo del mundo civilizado, incapaz de colocar a ningún parado o haciendo caso omiso de la norma que obliga a suspender la prestación social en caso de rechazo de una oferta de ocupación.
En vez de arreglar estas deficiencias palmarias y ya legendarias, el ministro Escrivá quiere reformar el reglamento de extranjería para contratar mano de obra inmigrante en origen o regularizar a algunos que ya residen en el país al margen de la ley a fin de que se formen en ámbitos laborales donde se necesita personal. Podría ser una buena idea si se llevara a la práctica con inteligencia y eficacia, con el debido control, sellando previamente los contratos de trabajo, eligiendo a la gente que nos conviene, emulando al resto de los países que la llevan impulsando con éxito. ¿Pero cómo confiar en un Gobierno que lo hace todo invariablemente mal y que se muestra incapaz de que funcione algo tan básico como el servicio nacional de empleo?
Para llegar a un pacto de rentas lo primero es que todas las instituciones implicadas compartan un dictamen común. Y ni aun así. Es imposible que un acuerdo nacional determine el nivel de precios y salarios idóneo para mejor beneficio de la economía. Ambos indicadores proporcionan una información muy valiosa a los que actúan en el mercado, a los que empujan a ser lo más eficientes posibles. Mi impresión es que el Gobierno no quiere pacto alguno, sino que está empeñado en endosar esta responsabilidad a las empresas, tradicionalmente señaladas como agentes contrarios a los designios del poder socialista. Cuando se le pregunta a la vicepresidenta Díaz cómo se explica que falte de mano de obra con una tasa de paro tan insultante, ella responde de manera insolente: «Que las empresas paguen más». Esta respuesta podría valer en cualquier izquierdista en una conversación de barra de bar, pero parece impropia de una ministra de Trabajo.
Las pymes españolas, que forman la mayor parte del tejido productivo, atraviesan la situación más difícil desde hace casi una década. El aumento de los costes está siendo mucho más rápido que el de las ventas, debido a la subida de los precios de los suministros y de la energía, y la rentabilidad está cayendo en picado, perjudicada adicionalmente por la subida de las cotizaciones. El corolario de estos sucesos es alarmante: una descapitalización de las compañías y una debilidad flagrante para afrontar la progresiva ralentización del crecimiento. Querida ministra Díaz, ¿cómo van a pagar más las empresas a los trabajadores en estas condiciones de penuria rampante?
Si de verdad se quiere un pacto de rentas, que no puede ser obligado de ninguna manera, o, por decirlo de otro modo, si se quiere inducir algo similar, el primero que debería dar ejemplo es el Gobierno con los instrumentos que tiene a su alcance: renunciando a revalorizar las pensiones según la inflación y atando en corto los salarios de los funcionarios y empleados públicos. Esto daría una señal a los mercados de que el Ejecutivo se toma la situación en serio y podría estimular al sector privado que esté en condiciones a hacer algo parecido, minimizando la traslación de sus costes a los precios. Aun así, esta es una tarea casi utópica. Las diferencias de productividad entre los sectores y entre las empresas son enormes, y desde luego ningún empresario cabal va a resignarse a ganar menos, pudiendo, cuando está asaltado por la banda de cuatreros fiscales en que se ha convertido el Gobierno. Más aún, si los márgenes de las empresas tuvieran que recortarse, impelidas por un acuerdo contra la naturaleza del sistema de libre mercado, muchos bienes y servicios cuya producción venía siendo rentable dejaría de serlo, abocando a las empresas a despedir trabajadores o simplemente a cerrar.
Si Sánchez va afirmando por ahí todos los fines de semana que es el presidente del empleo, de los Erte, de los Ico, del ingreso mínimo vital, del salario mínimo; es decir, si continúa mintiendo con igual impunidad y persiste en decir que su estrategia ha sido siempre proteger con éxito a las familias y a las empresas cuando las compañías y los hogares están cada vez más a la intemperie, no ya es que el mantra del pacto de rentas sea casi utópico, es que el divorcio sentimental entre el poder y la ciudadanía ha llegado al paroxismo, y que nos aproximamos al punto crítico en el que la Unión Europea tuvo que detener bruscamente los delirios de Zapatero.