Pablo Iglesias, el Lenin de AliExpress

A Pablo Iglesias hay que entenderle cuando desbarra, forma de vida que le ha hecho millonario a tiempo completo. Es un tipo que nació a destiempo, en una época que no era para él, frustrado porque la democracia le permitía una libertad con la que no comulga. Fue amamantado en el odio de quien probó las mieles del terrorismo y acabó siendo un trasunto chusco y desmejorado de su progenie. El típico niño que quiso replicar lo que vio en casa cuando dejara la adolescencia y pudiera comprarse la suya, aunque la revolución se hiciera pija en Galapagar y sangrienta en las redes. Su felicidad habría sido completa y total en la Rusia de 1917, ordenando la muerte de mencheviques, guillotinando a los familiares del zar que sobrevivieran e instaurando la propaganda que Goebbels le copiaría años después.
Su pena es haber llegado tarde al comunismo y fascismo que tanto adora como forma política de Estado, en la que él representaría la élite al mando y dejaría que otros hicieran de pequeños alborotadores gramscianos en la universidad. Pena hoy por las tabernas y tertulias como antes lo hacía en sus propias tuercas gangsteriles; allí tuve la mala suerte de coincidir con él en alguna ocasión, en ese oscuro agujero financiado por las peores satrapías del mundo donde adoctrinaba a mentes por hacer. La España de mentalidad dócil y socialista, que pervive en millones de apesebrados, le compró el discurso del obrero con ganas de cambiar el mundo, de honrado trabajador que iba a sacar de pobres a los pobres con su látigo soviético y peluca lanar. Aún le compran la mercancía los mismos ingenuos -idiotas- que financian sus negocios de tabarra, tan fraudulentos como su retórica, tan ilegales como su ideología.
Cuando huyó de Vallecas, y después de Madrid, creíamos que al personaje sólo le quedaría la pataleta coyuntural de sus asambleas podemarras. Pero ha vuelto, con la misma bilis de siempre y el discurso de enfrentamiento habitual. Lo peligroso, ya vemos, no es el personaje, un perfecto impostor que cuando le enfrentan, llama a sus gorilas de seguridad privada para que una señora mayor no le airee sus vergüenzas con la bandera de España, y al que ya no quieren ni en su gulag universitario. Lo realmente terrible es que representa a esa izquierda que provocó una guerra civil hace un siglo y que, desde Zapatero, el ventrílocuo que mueve todos los hilos revanchistas y de odio, quieren volver a provocar. Su alegato, limítrofe con el delito de odio, sobre «reventar a la derecha», recuerda a Largo Caballero, Dolores Ibárruri, Negrín, Prieto, Carrillo y tantos otros personajes siniestros creadores del caldo de cultivo que facilitó el fratricidio ulterior. Están los mismos en lo mismo. Mientras, hay otra España que sigue resistiendo la provocación y el acoso constante de quienes siempre usan la violencia como explicación a todos sus traumas y causitas.
Por eso, hay que entenderle y temer su trasfondo, no sus bravatas de testosterona subvencionada. Es un casi cincuentón convertido en millonario a base de estafar, sociológica y económicamente, a miles de incautos que confiaron en su verborrea irredenta y capciosa, con ese ceño de odiador irremediable y tono de curita confesor con el que se llevaba a las becarias al baño y los votos y la pasta a la buchaca. Llegó a ser vicepresidente porque a Sánchez le cabe todo el mal que sus escrúpulos acepten. Y fue el responsable de la muerte en centros y residencias de mayores por toda España, porque él, y sólo él, gestionó aquella lamentable situación, amarrado a su coleta rencorosa de Lenin de AliExpress. Ahora, vuelve con tono gallito a desafiar a esas masas a las que despreciaba en conferencias, cuando acumulaba el suficiente capital como para hacer hoy la revolución en la piscina de lujo con la que observa a los hijos que le cuidan unas criadas, mientras tiene a la consorte de erasmus en Bruselas, haciendo el mismo curso de odio y violencia que les permite seguir viviendo de esa gente a la que venían a salvar de la casta.
Temas:
- Pablo Iglesias