Opinión

O el centroderecha se une o no será nunca nada

Adolfo Suárez era obviamente un genio. Sólo un genio puede pilotar una transición de la dictadura a la democracia tan modélica y tan pacífica como la española que es referencia y se estudia en las universidades más prestigiosas del mundo. Un epígrafe de nuestra historia que le permite a cualquier ciudadano español ir por el mundo cual pavo real. Si al de Cebreros le salió bien fue precisamente porque entendió mejor que nadie que el liderazgo de esa ciclópea tarea sólo podía consumarse desde dentro y sumando a las diversas sensibilidades de la derecha. La unión hacía la fuerza y la fuerza permitió superar mejor que bien el follón que suponía poner de acuerdo a quienes ganaron la guerra con quienes la perdieron, a tipos tan antagónicos como Manuel Fraga o Santiago Carrillo, sin olvidar a esos generales que andaban desenfundando el sable cada dos por tres en medio de un reguero de sangre permanente provocado por esa ETA a la que ahora blanquea la guerracivilista izquierda española.

La UCD fue la suma de varias corrientes ideológicas: los azules, es decir, los franquistas que el propio Adolfo (ministro secretario general del Movimiento al final de la dictadura) encarnaba; los democristianos de mi paisano Íñigo Cavero y de Fernando Álvarez de Miranda; los socialdemócratas del entrañable Paco Ordóñez y mi admirado y no menos querido Rafael Arias-Salgado; los liberales de ese Kennedy español llamado Joaquín Garrigues y el maestro Antonio Fontán; los barandas del Partido Popular (cuyo nombre rescataría José María Aznar 13 años después) con Pío Cabanillas y José Pedro Pérez-Llorca a la cabeza; y líderes de partidos regionales como Lorenzo Olarte (posteriormente gerifalte de Coalición Canaria) o ese simpático pero torpe Manuel Clavero que tiene buena parte de la culpa del guirigay autonómico que hoy día padecemos.

Si Suárez no hubiera agregado en torno a su impresionante figura a tan variopinto enjambre de siglas y egos tal vez la Transición se habría quedado a medio camino. Y seguro-segurísimo que no gozaríamos de los índices de libertad de los que gozamos hoy día, idénticos a los de las grandes democracias del mundo. Un socialdemócrata como Paco Ordóñez albergaba algunas diferencias con un conservador como Pío Cabanillas pero a ambos les unían muchísimo más de lo que les separaba: su defensa del libre mercado, de la unidad de España, de nuestra historia, de la democracia liberal, del modelo educativo, de la Constitución que vendría un año más tarde, de la monarquía parlamentaria y de que España se constituyera como un Estado Social y de Derecho. Los democristianos de Cavero querían aplicar la doctrina de la Iglesia al ámbito público y ahí chocaban con los liberales de esa gran esperanza blanca que se fue demasiado pronto, Joaquín Garrigues, pero forjaron una entente en ese punto intermedio en el que (dicen) se encuentra la virtud.

Casado y Rivera saben en el fondo de su corazón que o se juntan o seguirán sin llegar a Moncloa de aquí a una década como mínimo

El gran Suárez fue quien diseñó el sistema electoral que ha marcado las reglas del juego en estos últimos 42 años, los mejores de nuestra convulsa y no muy democrática historia. Y Ley D’hondt en mano, sabía mejor que nadie que o reunía en torno a su figura a todos los acentuadísimos egos de la derecha o la victoria de la izquierda era más que segura con un PSOE en claro ascenso y un PCE que aportaba 1,7 millones de votos a los más de 5 de Felipe González. Unidos, ganaban, como ganaron, y separados en un mar de siglas a cual más incomprensible, la derrota era la única alternativa. Haber permitido la victoria de la izquierda, bien por desidia, bien por codicia individual, hubiera sido una irresponsabilidad de marca mayor, ya que hubiera puesto en pie de guerra a los franquistoides de turno y a los militares de guardia. Los tránsitos de regímenes despóticos como el franquismo a la democracia hay que ejecutarlos desde dentro, es la única manera. No hay otra. O sí, pero con un 90% de acabar como el rosario de la aurora.

Pablo Casado y Albert Rivera saben en el fondo de su corazón que o se juntan o seguirán revueltos, compuestos y sin esa novia llamada La Moncloa de aquí a una década como mínimo. Vamos, que o hacen un dos en uno o no serán nada de nada, nunca jamás. Ese señor belga llamado Victor D’hondt es el culpable de que a Sánchez sólo le costase 60.800 votos cada uno de sus 123 diputados, de que a Casado le saliera a 66.000 cada uno de sus 66, de que a Ciudadanos le saliera por un pico el acta (cuenta con 57), 72.500 papeletas exactamente, de que a Iglesias se le pusiera en 89.000 y de que a Santi Abascal cada asiento en la Carrera de San Jerónimo (24 en total) tuviera que ir respaldado por 115.000 sufragios. En el caso de Vox casi el doble que al PSOE o a los golpistas de ERC, que manda huevos. Lo cual permite colegir que si Vox no existiera o estuviera integrado en el PP, los de la calle Génova 13 hubieran estado cerca del empate técnico con el Partido Socialista. Y que Casado y Rivera hubieran tocado con los dedos la ansiada mayoría absoluta. Mayoría absoluta que hubiera sido incontestable de haber ido las tres sensibilidades de la derecha como Dios y, sobre todo, el sentido común mandan.

De cara al 26-M reitero mi consejo: voten con la cabeza y con el bolsillo y dejen el corazón para cuestiones más emocionales

Los diversos estudios elaborados el día después de la tragedia del 28 de abril cifran entre 174 y 177 el número de escaños que se habría anotado la derecha de haber concurrido a las elecciones más importantes de nuestra historia reciente bajo unas mismas siglas. Con una coalición o fusionando las tres formaciones o, al menos, las dos más importantes. Manuel Fraga sabía que su pasado franquista le condicionaba sobremanera y que para ser alternativa de gobierno y romper su celebérrimo techo tenía que ir en comandita con partidillos con más credenciales democráticas que la suya personal. Y hete ahí que se alió con el Partido Demócrata Popular (PDP) del ex ucedista Óscar Alzaga y el Partido Liberal del brillantísimo José Antonio Segurado. Se murió sin coronar su carrerón con la única cartera que le faltaba: la de Presidente del Gobierno. Pero se lo puso a huevo a un José María Aznar que hubo de viajar al centro con antiguos ucedistas como Javier Arenas y Rafael Arias-Salgado para lograr en 1996 un viejo sueño que se demoraba ya 13 años y medio, toda una vida.

¿Me puede alguien explicar cuáles son las diferencias en materia económica entre PP, Ciudadanos e incluso Vox? Se las anticipo yo: el nivel de bajada de los impuestos. En materia social les une infinitamente más de lo que les separa, especialmente a Casado y Rivera, y en el espinoso y tan de actualidad apartado territorial las diferencias entre los tres son prácticamente imperceptibles. En materia educativa también son primos hermanos: quieren un sistema único en toda España, similar al exitoso modelo francés, y acabar con la dictadura lingüística en las aulas. Las afinidades se consolidan definitivamente cuando reparamos en cuáles son las únicas formaciones que han sido atacadas en la anterior campaña electoral y en la que expira el próximo viernes: PP, Ciudadanos y Vox. Ya se sabe que el enemigo común une mucho.

De cara al domingo 26, reitero mi consejo: voten con la cabeza y con el bolsillo y dejen el corazón para cuestiones más licenciosas o emocionales. De lo contrario, el mapa de España se volverá a teñir de rojo y Carmena continuará destrozando Madrid, Colau convirtiendo Barcelona en un paraíso okupa y mantero y Santisteve comprando gomina con cargo al erario y pagando también con dinero público talleres de masturbación. Y yo que pensaba que eso lo aprendía uno solito… Pero pase lo que pase, termine este envite como termine, no estaría de más que Casado y Rivera se sentasen a hablar de la posibilidad de fundir sus proyectos o de presentarse en coalición en las próximas citas electorales. Tranquilos porque hay tiempo, como mínimo tres o cuatro años. Tres o cuatro años que se pueden convertir en una década, en década y media, quién sabe si en dos, si no se ponen de acuerdo, si anteponen su yo-mí-me-conmigo al interés colectivo. Moncloa bien vale unas cuantas renuncias.