La nueva ocurrencia intervencionista sobre los precios
El Gobierno y sus socios llevan años queriendo impulsar el intervencionismo en la economía, ya sea mediante más impuestos, mediante control de empresas o instituciones o mediante la intervención directa en los mercados en el mecanismo de formación de precios.
Primero, el que fuese ministro de Transportes, José Luis Ábalos, quiso imponer un precio máximo a los alquileres, aunque, después, dio marcha atrás. Sin embargo, finalmente, el Consejo de Ministros estableció un tope para la subida de los mismos, alterando el precio del mercado.
Posteriormente, se limitó el precio del gas, con la llamada «excepción ibérica», mediante la cual España financia el gas a Francia, por poner un claro ejemplo de error de la intervención del «no mercado».
Y, ahora, Podemos ha dicho que se plantea proponer un control del precio de los alimentos en caso de que detecten que se están incrementando de manera no justificada, en un nuevo ataque a la libertad de empresa y en un desprecio hacia quienes les cuesta mucho mantener en pie un pequeño negocio, que son los que menos tienen capacidad para absorber los incrementos terribles de costes que sufren y quienes, por tanto, más pueden tener que trasladarlos a los precios, para poder subsistir.
Con todo este intervencionismo en los precios no conseguirá nada más que incentivar la perniciosa economía sumergida, empobrecer a los propietarios -ya sean pisos, ya sean pequeños comercios- y reducir la oferta, de manera que con una mayor carestía del producto o servicio, el que se mantenga será, todavía, más caro o no se ofertará.
Y es que la introducción de precios máximos y de precios mínimos no tiene ningún sentido y son decisiones económicas irracionales, que sólo conducen a distorsionar el libre juego de la economía y, con ello, la generación de actividad económica y de empleo, porque dichas distorsiones lo que producen es una disminución de las transacciones, con el efecto negativo que se extiende por todo el tejido productivo.
Se empeñaron en subir el salario mínimo, que no deja de ser un precio mínimo por encima del precio de equilibrio de mercado, de manera que ello provoca un exceso de oferta y una escasez de demanda. Como en el mercado de trabajo la demanda la realizan las empresas, esa escasez de demanda que produce el salario mínimo se traduce en un incremento del desempleo, al no poder soportar las empresas la elevación de costes laborales creada artificialmente. Esos efectos ya se vieron en la economía, aunque no en toda la intensidad que pueden llegar a tener: muchas personas son expulsadas del mercado de trabajo y pasan a estar en paro o a la economía sumergida. En el primer caso, pierden sus ingresos en cuanto se acabe la prestación por desempleo. En el segundo caso, se ven obligados a infringir la normativa laboral y fiscal y dejan de devengar derechos para sus futuras prestaciones por desempleo o pensiones de jubilación. En ambos casos, se arruina la carrera profesional de estas personas y se resienten, también, las cuentas públicas: aumentará el gasto por mayores prestaciones por desempleo y disminuirá la recaudación, por menor tributación en el IRPF y en los impuestos indirectos -al descender el consumo- y por descenso en las cotizaciones a la Seguridad Social.
Con los precios máximos pasa lo mismo. En este caso, el precio máximo está por debajo del precio de mercado. Al estar por debajo del precio de mercado, genera una escasez de oferta y un exceso de demanda.
¿Qué quiere decir esto? Que si se impone un precio máximo en el mercado de alimentación, muchos comercios tendrán que cerrar al no poder soportar los costes que les impedirán repercutir, porque el Gobierno podrá obligarles a bajar el precio de los productos que oferten, pero no les puede obligar a sacarlos al mercado, con lo que se generará escasez de oferta y la ruina del pequeño comercio. Es decir, destruirá tejido productivo, disminuirá la competencia y la oferta y, estructuralmente terminará provocando una subida de precios en el largo plazo mayor.
En definitiva, la introducción de precios máximos y mínimos es un argumento populista, electoralista y demagogo, pero no hace ningún bien ni al conjunto de la economía ni a los supuestamente beneficiados, porque en el medio y largo plazo terminarán siendo perjudicados. Tratar de corregir los deseos de demandantes y oferentes -es decir, los deseos del mercado, pues es lo que conforman ambos agentes económicos- es absurdo, no alcanza los objetivos que dice perseguir y, además, genera otros completamente contrarios y negativos para la propia economía.
En lugar de lanzar estos mensajes intervencionistas, que sólo provocan inseguridad, el Gobierno y sus socios deberían eliminar el gasto improductivo, que tensa los precios en el corto plazo y drena recursos a familias y empresas, para contribuir a que la inflación -una vez se ha iniciado el drenaje de liquidez por parte del BCE, empiece a descender.
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