Opinión

Más nocivo que Ábalos

Hace unos días entrevisté a Fernando Savater, un referente moral de todos los que defienden los derechos civiles frente al supremacismo nacionalista, que en Ni más, ni menos (Ariel) nos da una lección de cómo denunciar las mentiras y los excesos del separatismo. Y durante la charla me hizo una reflexión muy necesaria, y muy cierta. Decía que el presunto latrocinio económico de José Luis Ábalos era inmoral, y que había que combatirlo. Pero el auténtico problema de nuestra democracia no es la posible corrupción económica, sino la muy cierta corrupción moral del nacionalismo, que pretende privarnos de nuestros derechos como ciudadanos y de lo más importante: nuestra nacionalidad española, que los garantiza.

Cuando Savater denuncia que lo peor que ha hecho el sanchismo es entregar la gobernabilidad a aquellos que buscan acabar con nuestra Nación, lo hace con conocimiento de causa. Lo hace con la triste experiencia de haber combatido durante décadas a los asesinos de la banda terrorista y a sus voceros, los que pedían «diálogo» mientras el cadáver de la última víctima de ETA estaba todavía caliente. De ahí que lo más repugnante de Pedro Sánchez es su blanqueamiento de Mertxe Aizpurua y del resto de líderes del fanatismo supremacista, que no compartían los métodos de ETA, pero sí apoyaban sus fines políticos. Desde el simpático Gabriel Rufián al más desagradable Carles Puigdemont. Todos están en lo mismo, en convertir a España en una tierra dominada por un sinfín de tribus dedicadas a expulsar de su seno a los que los hechiceros de cada clan designen como «malos catalanes», «malos vascos», «malos gallegos» o de cualquier otra «nacionalidad» que decidan inventarse.

Estoy muy de acuerdo con la tesis de Savater: Puigdemont es mucho más nocivo que Ábalos; Junqueras es más letal que Koldo y Otegi envenena más a nuestra democracia que Santos Cerdán. A los que – presuntamente – intentan saquear las arcas públicas se les puede combatir eficazmente con el Código Penal. A los que envenenan las almas de millones de compatriotas con leyendas de superioridad cultural, lingüística o racial, es mucho más difícil vencerlos.

Hay nacionalistas catalanes que pueden defender la necesaria honradez de los políticos a la hora de manejar el dinero público que, al mismo tiempo, comprarán la monserga de que Rosalía es una fanática que busca españolizar el alma de los catalanes haciendo cantar a los niños de la Escolanía de Montserrat en castellano. Habrá separatistas vascos que exigirán que sus dirigentes no metan la mano en la caja, pero justificarán que en las escuelas de esta comunidad autónoma se violen los derechos lingüísticos de miles y miles de niños obligándoles a recibir enseñanza solo en euskera.

El principal reto de nuestra democracia es combatir al fanatismo tribalista que, cada día, viola los derechos civiles de muchos ciudadanos en sus respectivas comunidades autónomas. Cada vez que un niño es obligado a sufrir la inmersión lingüística en una escuela, cada vez que un ciudadano encuentra barreras lingüísticas en ciertas regiones a la hora de intentar acceder a un puesto de trabajo público, cada vez que una administración excluye de contratos o de ayudas a empresas o profesionales por no usar las lenguas cooficiales estamos permitiendo que existan ciudadanos de primera y de segunda.

Cuando Savater, viejo luchador contra los fanatismos, se muestra esperanzado de que los jóvenes cojan el relevo y que, por esa razón, a su edad, sigue dando testimonio, nos está invitando a que hagamos lo mismo. A defender a nuestra Nación, que es lo mismo que defender la igualdad ante la ley y unos derechos cívicos que están cada vez más amenazados por Sánchez y, sobre todo, por su legión de apoyos que conforman lo peor de la política española.