Opinión

Lo de Ayuso o la batasunización de la izquierda

A mí no me van a decir ni me van a contar cómo se las gastaban y se las gastan los etarras en el País Vasco y en Navarra. Básicamente porque viví hasta los nueve años en Bilbao, porque he veraneado más de media vida en San Sebastián y, para terminar, porque vine al mundo en Pamplona. Desde la ventana de la casa familiar en el centro de la capital navarra divisaba los disturbios provocados por los etarras. Sí, digo los etarras, y digo bien porque es público y notorio que no distingo entre Herri Batasuna, Euskal Herritarrok, Batasuna y Bildu porque es la misma mierda maligna.

El terrorismo callejero continúa indeleble en mi retina. El lanzamiento de artefactos incendiarios, la quema deliberada de coches, el destrozo de toda suerte de locales comerciales y la saña con que arremetían contra la Policía constituyen imágenes desgraciadamente imborrables. Como resuenan en mi memoria las advertencias de mi madre cada vez que la kale borroka incendiaba el casco antiguo de mi ciudad y aledaños: «¡Cerrad la ventana, cerrad la ventana!». Le invadía el miedo a que una pelota de goma fuera de control o un cóctel molotov se colara en nuestra morada.

Igual que las escenas de los políticos constitucionalistas, muchos de ellos amigos de mi familia, que circulaban por las calles de Pamplona, San Sebastián o Bilbao guarecidos por un par de armarios armados hasta los dientes. Servidores públicos que salían lo justo a la calle por miedo al insulto de turno o el intento de agresión de guardia. Tres cuartos de lo mismo acontecía con sus familias, que pasaban a llevar una existencia semiclandestina mientras los etarras, sus chivatos, sus representantes en las instituciones y sus socios campaban a sus anchas. El bien en la cueva y el mal pavoneándose por las calles.

La mayoría de ediles de muchos pueblos vascos y navarros sólo iban a unos plenos en los que las agresiones estaban a la orden del día

Cada vez que daban un mitin o pronunciaban una conferencia en el centro de cualquiera de las tres capitales vascas o en mi querida Pamplona, la chusma etarra les preparaba la consiguiente encerrona. Lo primero que hacían era espetarles «¡asesino!» o «¡asesina!». Una repugnante paradoja teniendo en cuenta que quienes mataban eran ellos. Lo segundo escupirles, los lapos que jamás faltasen. Lo tercero, amenazarles y fichar a todos los ciudadanos que habían osado ir a escuchar a un demócrata, ya fuera ucedista, socialista o popular. Eso en el mejor de los casos porque fueron cientos o miles los actos que se tuvieron que suspender porque garantizar la seguridad resultaba un imposible físico y metafísico.

Eso en las grandes urbes porque lo de ser edil constitucionalista en los pueblos de la Guipúzcoa profunda, en el norte de Navarra, en partes de Álava o en el este de Vizcaya constituía un acto a caballo del heroísmo y el sacrificio. La mayor parte de los concejales vivían en la capital y se desplazaban únicamente a unos plenos en los que las agresiones físicas estaban a la orden del día. Santiago Abascal sabe de lo que hablo porque durante su etapa como concejal de Llodio tuvo que soportar las amenazas, los empujones y los golpes de los terroristas en el mismísimo Salón de Plenos. Tres cuartos de lo mismo acontecía cada vez que iba a la Universidad, donde le llamaban de todo menos guapo y le advertían que él sería la siguiente víctima mortal. Y así lunes, martes, miércoles, jueves y viernes.

La espiral de terror contra el ahora presidente de Vox tiene su triste epítome en los ¡Gora ETA! que los socios de Pedro Sánchez pintaron en los lomos de sus caballos o en el incendio del escaparate de la boutique que regenta su madre, Moda Abascal. La misma vida que llevaron María San Gil, Odón Elorza cuando no era un colaboracionista, Jaime Mayor Oreja, Carlos Iturgaiz, Nicolás Redondo Terreros, el Patxi López valiente de los buenos tiempos, no el cobarde de ahora, Carlos Urquijo, Arantza Quiroga, Antonio Basagoiti, Borja Sémper y tantos y tantos otros. Claro que hubo quienes no lo contaron porque los ahora socios de Pedro Sánchez los asesinaron: Gregorio Ordóñez, Fernando Buesa, Enrique Casas, Miguel Ángel Blanco y un tan largo como ejemplar etcétera de compatriotas que pagaron con su vida la defensa de la libertad de los demás.

Lo de amedrentar, amenazar, agredir o matar al rival no es una costumbre inveterada de los vascos, ni muchísimo menos, al igual que lo de perseguir y eliminar judíos no estaba ni está incrustado en el ADN de los alemanes. La violencia va de menos a más. Cierto es que Madrid no es el País Vasco de los años de plomo. Tanto como que estos fenómenos crecen poco a poco, sin prisa pero sin pausa. Un día un tipo sin escrúpulos señala al rival y nadie dice nada. Semanas o meses más tarde, le da una paliza y todos miran a otro lado. E inexorablemente llega el momento en que empuña un arma y le dispara. Edmund Burke, padre del conservadurismo británico, describió cómo la espiral del silencio, la inacción y la relativización son a la violencia social lo que la lluvia fina al campo: «Para que el mal triunfe, sólo se necesita que los hombres buenos no hagan nada».

Que 200 antidisturbios tuvieran que proteger a Ayuso evidencia más allá de toda duda razonable el peligroso camino que ha tomado Madrid

Madrid no es el Bilbao, el San Sebastián, la Vitoria o la Pamplona de los malos tiempos ni mucho menos. Ni siquiera el Bilbao, el San Sebastián, la Vitoria o la Pamplona de hoy día, donde si eres político constitucionalista vas con el miedo propio del que es plenamente consciente de que le pueden romper la crisma en cualquier momento. Donde la simple exhibición de una pulsera, una camiseta o un cinturón con la bandera de España es pasaporte infalible a un incidente. Pero, como digo, por algo se empieza.

La encerrona, el acoso que no escrache, la emboscada en resumidas cuentas, que prepararon a Isabel Díaz Ayuso el martes en la Universidad Complutense demuestra que la batasunización de la vida pública y la convivencia avanza cual imparable metástasis en la Comunidad de Madrid. Que tengan que desplazar 200 antidisturbios para garantizar la integridad de alguien cuando regresa a la Facultad en la que estudió evidencia más allá de toda duda razonable el peligroso camino que ha tomado Madrid. Y que sea poco menos que delito nombrarla «alumno ilustre» es la perfecta muestra de una coyuntura en la que la izquierda del pensamiento único se enseñorea de la calle y las instituciones.

Lo que le sucedió el martes a la alumna ilustre Ayuso es calcadito a lo que se vivía en las universidades vascas cada vez que un demócrata osaba pisar un territorio que los etarras consideraban y consideran suyo. Los insultos a la presidenta de Madrid, que por cierto obtuvo más escaños que toda la izquierda junta, ponían los pelos de punta. La llamaron de todo y por su orden: «¡Asesina!», ese «¡fascista!» que nunca falta en las fascistoides protestas de la izquierda podemita e incluso «¡genocida!», esto último porque seguramente los piojosos que le prepararon la emboscada desconocen su significado. Otro de los piropos que le lanzaron fue el de «¡franquista!». Lástima que nuestra protagonista naciera cuatro años después de la muerte del dictador.

Isabel Díaz Ayuso no se cortó y apuntó directamente a quienes, obviamente, urdieron todo: «Podemos». Podemos que es lo mismo que decir Pablo Iglesias o Arnaldo Otegi, entre otras razones, porque el macho alfalfa jamás ha regateado elogios al ex número 1 de ETA y porque a mayor abundamiento él era el contacto en Madrid de la asociación de presos de la banda terrorista, Herrira. Estos facinerosos lo califican de «referencia» en la capital de España, tal y como atestiguan varios informes policiales.

Lo que le sucedió el martes a Ayuso es calcadito a lo que se vivía en las universidades vascas cada vez que un demócrata ponía los pies allí

Que Pablo Iglesias ama la violencia no lo afirmo yo, lo ha asegurado él mismo en su vuelta a las aulas de la Universidad Complutense. «La revolución tiene que ser básicamente una insurrección armada», apuntó el jueves a sus alumnos, entre ellos nuestra infiltrada Irene Tabera. Tampoco les tengo que recordar la voz semiorgásmica que le sobrevino hace años en su programa La Tuerka cuando le tocó describir la paliza que varios seguidores suyos propinaron a un miembro de las Unidades de Intervención Policial. «Me emociona ver cómo unos manifestantes agreden a un policía», enfatizó.

Esta apología del terrorismo callejero le salió gratis, como gratis le resultó a los suyos el ataque modelo kale borroka al mitin de Vox en Vallecas durante la campaña de las autonómicas madrileñas de 2021. Varios de los hijos de perra que apedrearon la concentración de simpatizantes del partido verde, entre los cuales había niños y ancianos, estaban directamente vinculados a Pablo Iglesias. Tres de ellos han ejercido ilegalmente de escoltas del pájaro. Caso paradigmático es el del peligrosísimo Pirrakas, un boxeador que cuenta con antecedentes por organización criminal e incluso tentativa de homicidio y que, según la Policía, urdió la embestida contra Vox en la Plaza Roja vallecana.

La batasunización se trasladó a las moquetas del Congreso y la Asamblea de Madrid horas después de los sucesos de la Complutense. La reacción de Íñigo Errejón fue, como es él, miserable. Acusó a Marlaska de «militarizar» la Complutense al desplegar 200 miembros de las UIP y tildó de «lógica» la nada pacífica protesta contra Isabel Díaz Ayuso. Vamos, que quería que le pegaran, en fin, que estaba irritado porque los violentos no hubieran consumado sus nada pacíficas intenciones.

Los batasunos del País Vasco y Navarra culpabilizaban siempre a la víctima cuando era agredida, acosada, amenazada o literalmente asesinada. Desgraciadamente esa forma de hacer política, la de convertir a las víctimas en victimarios y viceversa, se ha convertido en moneda de uso corriente también en Madrid. El hasta ahora moderado Juan Lobato, secretario general del Partido Socialista de la comunidad, se cargó su impecable pedigrí socialdemócrata al acusar a una contrincante que casi le triplica en escaños de «ir a la Complutense a provocar».

La política de convertir a las víctimas en victimarios y viceversa se ha convertido en moneda de uso corriente también en Madrid

Para variar, Mónica García estuvo el martes más mema que médica o madre. Criticó aceradamente que se «blindase» la Universidad Complutense durante el acto de nombramiento de Isabel Díaz Ayuso como «alumna ilustre» de la Facultad de Ciencias de la Información. Otra a la que debió sentar a cuerno quemado que su imbatible enemiga saliera indemne de la emboscada que le había tendido la ultraizquierda. Sobre la alumna que bramó contra Ayuso no me explayaré mucho porque ella misma se encargó de transmitir fidedignamente todo con el odio que desprendía su discurso en el fondo y en las formas. Su estética era clónica a la de las jarraitxus vascas.

Cuidado porque de aquí a convertir Madrid en el País Vasco de los años 70, 80, 90 y principios de los dosmiles hay un paso. El de demonizar al adversario, el de impedirle circular libremente por su ciudad o su región, el de prohibirle por la vía de los hechos consumados la libre expresión y el de meterle el miedo en el cuerpo para que se largue de la política o para que no se meta en ella, como diría el dictador. Lo padecido por Vox en Vallecas, lo de Ayuso, Rosa Díez y Josep Piqué en la Complutense, así como lo de Felipe González en la Autónoma en 2016, no preludian nada bueno. Con los intolerantes hay que ser intolerantes antes de que sea demasiado tarde.