Opinión

A la izquierda ahora la democracia ya no le gusta

Casi de repente, la democracia ha dejado de gustarles. A nuestros mandarines, digo, al sistema turnista que nos gobierna desde después de la Segunda Guerra Mundial y que ya hace tiempo se puso de acuerdo en todo lo importante.

No es que la palabra haya perdido su valor de talismán, y seguiremos oyéndoles reivindicarla en tono reverente mucho después de que no quede ni rastro de ella. Todo consiste en que, como dice Humpty Dumpty en Alicia en el País de las Maravillas, las palabras signifiquen lo que ellos quieran que signifique. Lo han hecho ya con demasiadas cosas como para que ahora nos sorprenda.

Decía Mencken, ese sabio periodista americano de principios del siglo pasado, que si se pudiera cambiar algo sustancial con el voto ya lo habrían prohibido. También decía, en un alarde de exagerado cinismo, que pensar en que vas a cambiar algo votando es cómo pensar que te vas a hacer rico comprando un billete de lotería.

Esa era la confianza del régimen, lo que hacía tan plácidas sus siestas. Hasta qué, ahora, existe una posibilidad de que la gente compre el billete premiado. Y eso es lo que no están dispuestos a consentir, de ninguna manera. Y si hay que arrasar la democracia para salvarla, pues se arrasa.

Lo vimos con Trump. No tengo ni idea de si al final el neoyorquino será capaz de desmantelar la tupida trama de intereses del Estado profundo y el estamento woke. Sé, porque lo tengo delante, que le temen como a la peste.

Han ido con todo contra él: escándalos inventados, acusaciones disparatadas, decenas de casos penales y civiles, propaganda exasperada, intentos de asesinato. Eso me basta para deducir, al menos, la buena fe de Trump, acabe o no derrotado por sus enemigos.

Pero en Europa no están menos desesperados. Ya se ha presentado en el Bundestag una moción para ilegalizar Alternativa para Alemania, el segundo en apoyo popular en el país. Los soberanistas se mueven ya con una mano atada a la espalda, porque los servicios de seguridad alemanes tienen permiso para monitorizar las comunicaciones privadas de sus dirigentes, y hasta las iglesias alemanas, luterana y católica, piden vehementemente que no se les vote.

Todos los partidos del sistema ven bien la medida, que dejaría a una parte enorme del electorado sin representación. Qué sabrán los votantes sobre lo que les conviene.

En otros países funciona el famoso/infame cordón sanitario. Así, en Austria el Partido de la Libertad (FPÖ) ha sido el más votado en las últimas elecciones, pero ya se está gestando una coalición disparatada para dejarle fuera del gobierno, para que no toque poder.

En Francia han hecho lo mismo con Agrupación Nacional, pero por si acaso han combinado la estrategia austriaca con la norteamericana, y han llevado al banquillo a su líder, Marine Le Pen, con acusaciones no menos abstrusas y cuestionables que a Trump. La idea es que, si se le condena en primera instancia, aunque apele no pueda presentarse a las próximas elecciones presidenciales, que ganaría de calle.

El propio auge de los partidos soberanistas es una prueba evidente de que estamos en un cambio de época, de eso que los pedantes llaman “paradigma”, y la bestia ya está herida de muerte. Pero nada hay más peligroso que una bestia herida.

Hay partido.