Opinión

El hermanísimo

España, la nuestra, la de Goya y su perro hundido en el barro, la de Velázquez y el poder en claroscuro, despierta de nuevo ante otro cuadro grotesco de esta democracia desmaquillada. El hermano, hermanísimo, de Pedro Sánchez se sienta ante el juez acusado de prevaricación y tráfico de influencias. David Sánchez, que firma como David Azagra, por darle un aire bohemio a lo que huele a oficina cerrada y contrato con dedicatoria, se enfrenta el barro de la ley; pero sin partitura, ni coros, ni músicos. Y el presidente calla. A la francesa. A la monárquica. A la cortesana.

Decía Van Gogh que el arte es consolar a quienes están rotos por la vida. Pero ¿quién consuela al ciudadano español, roto por un desgobierno de opereta fallida y una familia presidencial que recuerda más a una saga balcánica que a una institución republicana? Nadie. Aquí no hay consuelo. Aquí sólo hay notas de prensa, comunicados fríos, y un PSOE que ya no es ni partido, ni socialista ni obrero.

Alfonso Guerra —aquel socialista de chaqueta estrecha y verbo afilado— dimitió cuando salió el nombre de su hermano en Sevilla. No esperó al juez. No preguntó al fiscal. Se fue con el honor doblado bajo el brazo, como un mantón limpio. Hoy, en cambio, Sánchez aguanta impertérrito. Él, que recorrió España en un Peugeot con las mangas remangadas para vencer a Susana Díaz -mayo de 2017- y reconstruir el partido como quien reconstruye un teatro ardiendo. Él, que convirtió el comité federal en una ópera bufa, se nos presenta ahora como víctima de una conspiración que siempre conspira en su contra y nunca en su espejo.

Pero el espejo ya no miente. Lo refleja todo de los presuntos: el Koldo de las mascarillas, el Ábalos de las maletas, la ministra Alegría negando fiestas en paradores como si fuera monja de convento, y ahora el hermano director de orquesta con nómina pública y la sombra de un chiringuito cultural a medida.

No es un caso aislado. Es el paisaje. Es el decorado de una legislatura podrida que vive de la gesticulación, la propaganda y el victimismo. Un Gobierno que legisla menos que tu comunidad de vecinos y tuitea más que una estrella caída de la televisión. Un Gobierno donde se sospecha de más cargos por corrupción, que se aprueban leyes útiles para el ciudadano.

Y no hablemos de la Extremadura que parió a poetas con hambre y a barones con carnet, el líder socialista que ha hecho su pequeño golpe de Estado doméstico: se ha limpiado la lista como quien se sacude el polvo del escaño, ha barrido cinco nombres y se ha atrincherado en el Parlamento como si fuera un castillo medieval, no por amor al cargo ni al pueblo, sino al aforamiento, ese amuleto jurídico que en España sigue siendo más eficaz que una coartada.

Y es que, el problema, como siempre en España, no es la corrupción, que también. Es la falta de vergüenza. La falta de dimisiones. La falta de esa ética antigua, casi decimonónica, que hacía que los políticos se fueran a casa antes de que el juez les mandara una carta con membrete. Lo dijo Cervantes: la honra es patrimonio del alma. Pero aquí se hereda el poder como un cortijo y se alquila la dignidad a cambio de silencio.

España ya no es gobernada: es gestionada como un cortijo con ruedas. El Congreso de los Diputados se ha convertido en una taberna de medianoche, y los ministros parecen figurantes de una serie de Netflix donde el guion lo escribe Puigdemont desde Bruselas. Y mientras tanto, el país sin rumbo. Con la economía sujeta por alfileres europeos. Con la Sanidad casi en huelga, señora García, qué mal legisla. Con los agricultores cansados y con su leche -las dos- a punto de derramar a la puta calle.

Si Pedro Sánchez hubiera querido a su país, había convocado de inmediato elecciones. Que dé la palabra a un pueblo harto de mirar cuadros rotos, de escuchar excusas con acento de mártir, y de ver cómo la familia presidencial se convierte en la familia real de la picaresca moderna. Esto no es progresismo. Esto es una tragicomedia nacional con demasiados capítulos y ningún final digno.

Aquí ya no hay Gobierno. Hay resistencia numantina al sentido común. Y eso, presidente, no lo arregla ni Goya, ni Velázquez, ni la fiscalía.