El elefante en la habitación

menas
Carmen Álvarez

Mi padre me decía que para caer mal siempre hay tiempo, pero yo siempre he sido bastante impaciente. Y qué mejor forma que estrenarme en estos lares que con unas pinceladas sobre inmigración ilegal, menas y su estrecha relación con la hipocresía nacional.

El otro día, Silvia Intxaurrondo me fascinó con una de sus homilías matinales. Afirmaba que traer menores de edad no acompañados es nuestra gran oportunidad de incorporar talento a estenuestropaís. La musa periodística de Sánchez no entendía cómo hay quien pretende dejar pasar una oportunidad semejante que nos permite formar investigadores, médicos, grandes prohombres –me gustaría decir promujeres, pero ni existe el término ni vienen féminas– y, como bien nos recuerda Irene Montero, ¡futbolistas!  Negarse a desarrollar este gran proyecto filantrópico no sólo es una falta de humanidad, le faltó decir que es de idiotas.

Lástima que la realidad destroce un speech capaz de ablandar el corazón más duro. Según los datos que por alguna extraña razón no salen en la cadena de Sánchez que pagamos todos, de todas esas criaturas que nos llegan parece que ninguno llegará a premio Nobel. Algo estamos haciendo muy mal porque las cosas no están saliendo del todo bien. El experimento es un fracaso total. Quizá acercarnos a la realidad nos ayude a entender qué es lo que no funciona. Le propongo a Intxaurrondo que baje por un día de su nube y descienda al mundo de los mortales a charlar con los trabajadores de los centros de acogida de menores no acompañados para que nos cuenten cómo gestionan todo el talento que nos llega.

Cualquiera que se haya interesado por el funcionamiento de estos centros sabrá que no andan sobrados ni de personal cualificado ni de medios materiales. Esto hace que los trabajadores estén quemados, desmotivados y desbordados por la anarquía en la que acaban viviendo los supuestos protegidos. Parece que su intención no era venir a España a cursar estudios y nosotros no estamos siendo capaces de hacer nada bueno con ellos. No dudo de que haya casos diferentes, pero no es la regla general. Lo peor no es que ellos no prosperen en su aprendizaje, lo grave es que desarrollan una enorme capacidad para cambiar el ecosistema del barrio al que han sido destinados sin que los trabajadores de los centros puedan hacer nada para impedirlo.

La realidad pura y dura despojada del buenismo que nos atonta es que donde hay lugares de acogida de menas la inseguridad crece. Lo que le van a contar aquellos que sufren esta situación en sus barrios es que sus hijos ya no pueden ir solos al colegio y su preocupación por sus hijas es máxima. Los datos de delincuencia, por escondidos que estén, son elocuentes. La proporción de delincuentes es infinitamente mayor entre la población inmigrante y la violencia sexual hacia las mujeres ha aumentado en España de manera alarmante.

Parece que es gente poco permeable a las creativas políticas del Ministerio de Igualdad. Digamos que no llegan a asimilar en plenitud la deconstrucción de la masculinidad tóxica ni están interesados en las chochocharlas inclusivas. En una palabra, las mujeres, para ellos somos objetos, y nuestra condición de infieles no ayuda en nada para que se sientan en total libertad de dar rienda a sus pasiones con nosotras y, perdonen la macabra frivolidad, que les importe un bledo nuestro consentimiento. Yo, como mujer, madre y ciudadana española, no tengo la más mínima gana de que España se convierta en Francia, Reino Unido, Alemania, Suecia… Hablamos de culturas incompatibles en las que las mujeres llevamos la peor parte.

Muchos argumentan, con mucha razón, que la inmigración ilegal conlleva un problema económico para el país acogedor, como leía el otro día, de dimensiones socialistas. Está claro que las santas ONG cobran estupendas cantidades de dinero por acoger menas y tutelarlos, aunque sea con unos resultados manifiestamente mejorables –como las fincas–. Renunciar a un negocio que además goza de buena prensa es poco tentador. A ver quién tiene el valor de desmontar tanto chiringuito. Aun así, siendo el impacto económico un argumento de peso, es subsidiario a la amenaza que supone la inmigración ilegal descontrolada para la convivencia.

Por desgracia, y me gustaría equivocarme, tengo clarísimo que en no mucho tiempo estaremos en la misma situación que otros países europeos. Basta mirar a nuestra vecina Francia. Si no hay un cambio radical en las políticas de inmigración esto es ya imparable. Tenemos un elefante en la habitación y pocos se atreven a hablar de ello no vaya a ser que lo tilden de fascista. Es más cómodo que lo hagan otros. Pero ha llegado la hora de pronunciarse sin miedo y sin complejos. No es nada reprochable decir en voz alta que queremos vivir en unos estándares de seguridad normales y que nuestros hijos tienen derecho a hacer vida normal en todos los barrios de España.

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