El duende de ‘La Soto’
La legendaria princesa Rattazzi, polémica escritora hija del irlandés Thomas Wyse y de la princesa Leticia Bonaparte, se casó en terceras nupcias con el científico y político liberal español Luis de Rute. Esta carismática aristócrata, que hoy hubiera ocupado infinitas portadas de la prensa rosa, visitó Sevilla por primera en 1877, acontecimiento social que supuso un estímulo para terminar de despertar el interés internacional por la capital andaluza. La ciudad ya había recibido con anterioridad a visitantes ilustres, sobre todo, miembros de las casas reales europeas atraídos por la pequeña corte de los Montpensier. Rattazzi fue invitada al Alcázar por la Reina Isabel II y al palacio de San Telmo por los duques que allí habitaban. La escritora quedó fascinada por la ciudad.
En aquellos años nació una nieta del primer conde de Ybarra, la primogénita de Luis Ybarra González y Concepción Gómez-Rull: María Dolores Ybarra Gómez-Rull. Aquella niña fue muy sevillana, sevillana de aquella Sevilla que había conquistado a Ratazzi y a su abuelo bilbaíno. De todas las nietas de José María Ybarra Gutiérrez de Caviedes, Dolores fue la más flamenca: vivió para el baile, el cante y la vida social. En una época en la que los artistas eran menospreciados por las clases pudientes, ella rompió los estereotipos estableciendo estrechos lazos de amistad con aquellos que, con su arte, le daban la alegría y el ambiente flamenco que amó desde la cuna. Los bailaores y cantaores eran de familias modestas, muchas veces dedicadas desde antiguo a las tablas. A diferencia de las actrices que debían saber leer para aprenderse sus guiones, los bailaores aprendían con la vista los movimientos de las castañuelas, los brazos y los pies.
Dolores se casó con diecinueve años con Armando Soto Morillas, hijo de Manuel Soto Rico y Emilia Morillas Quirós. Fue este enlace el que le dio el nombre por el que su vena artística era bien conocida: La Soto. A día de hoy, continúa esa chispa en la familia gracias a otro de sus bisnietos, un descendiente de reconocido éxito en el cante: José Manuel Soto Alarcón. Conocido como El Soto, este cantautor es el cuarto de los nueve hijos que tuvo su primer nieto varón, Armando Soto Camino, al casar con Carmen Alarcón, quien tenía un don especial para el cante, heredado y engrandecido por este hijo. Al final de los años setenta, aquel chico con aspiraciones musicales se presentó ante El Pali, Paco Palacios, conocido como el Trovador de Sevilla, y le dijo quién era; aquel cantaor tan querido en Sevilla por su arte, gracia y buen humor se apresuró a identificarle: “¿Familia de La Soto, de la calle Zaragoza?”.
Efectivamente, en su espléndida casa de la calle Zaragoza, en el patio, puso Dolores un tablao para que todo el que por allí pasara bailara y, sobre todo, para que su nieta Lola Guardiola Soto, cojita por la polio, diera rienda suelta a su gracia innata y aprendiera, junto a su tía segunda, Manola Ybarra Llosent, el arte del flamenco de la mano de Enrique el Cojo, que compaginaba sus clases en casa de los Soto Ybarra con las que daba en Dueñas a Cayetana de Alba y a unas jovencísimas Lola Flores, Cristina Hoyos o Manuela Vargas, en la academia que montó en la calle Espíritu Santo. No solamente las mujeres que pertenecían a las élites sociales andaluzas adoptaban, o trataban de adoptar, ese estilo que requiere duende y una vestimenta como la que lucían las grandes bailaoras gitanas. Algo parecido, aunque en menor medida, ocurría entre las mujeres de la alta sociedad madrileña que acudían a los tablaos capitalinos, e incluso las mujeres más famosas del celuloide y de la moda aconsejaban vestirse de gitana andaluza.
¿Cómo se explica ese duende? Para ser breve, diré que es flamenco todo lo que arranca un «¡Olé!». Incluso la proeza de un camarero que, al tropezar y estar a punto de tirar la bandeja, evita milagrosamente el tímido ridículo recuperando el equilibrio y, rotundo, se dirige hacia los consumidores que gritan ese «¡Olé!». A continuación, el camarero saluda. Dos orejas por la hazaña. Eso nunca sucedería en Bilbao, ni en Pamplona. Allí dirían: «¡Ay, a punto ha estado!» y el dueño miraría con severidad al pobre torpe, que balbucearía pidiendo perdón. En Andalucía, vivimos esos momentos como una brevísima tragicomedia, de la que sale vencedor un héroe y al que se le jalea con ese «¡Olé!». Eso es muy flamenco. Con la tripa hacia dentro, los hombros hacia atrás, la barbilla perpendicular a los rayos del sol, sin apenas respirar y… hacia la barrera. Podría ser hasta una moral, que hoy -gracias a ese espíritu heredado de personas como La Soto- sigue intacta.