Crecimiento económico con sabor agridulce
Todo va bien en este país salvo alguna cosa… Vamos conociendo datos y estadísticas más o menos provisionales y aún no definitivos que nos indican cómo acabó 2017. En clave positiva: crecimos al 3,1%, es decir, nuestro Producto Interior Bruto aumentó en 2017, respecto a 2016, a una tasa del 3,1%, lo que quiere decir que nuestra economía ha producido más y aunque todavía no se ha calculado la cifra a la que ascenderá el siempre trascendental PIB cabe pronosticar que estará en torno a 1.150 billones de euros aunque hay quien es menos optimista y reduce esa cuantificación del PIB y, en cambio, quien es más optimista lo acerca a 1.160 billones. En cualquier caso, calma, esperemos a ver datos definitivos que después siempre se acaban revisando en septiembre…
¡Bravo, pues, por nuestra economía que por tercer año consecutivo crece por encima del 3%! En este sentido, hemos de reconocer el avance experimentado y ahora sí que podemos afirmar tranquilamente que quedan atrás y en la distancia aquellos años convulsos de tasas negativas que precipitaban a nuestra economía a una contracción del -3,6%, como sucediera en 2009, y los números rojos del PIB que nos lastraron de 2011 a 2013.
Esos pasos atrás que íbamos dando cuando la crisis nos golpeaba con toda su violencia, al margen de vestirse por parte de los responsables económicos como de crecimiento negativo, significaban que la economía española perdía posiciones y que cual vulgar cangrejo sus hechuras se encogían. La contracción soltaba unos disparos letales que mataron empresas, destruyeron millones de puestos de trabajo y forzaron a unas duras devaluaciones salariales. Desaparecieron puestos de trabajo más o menos bien retribuidos que fueron reemplazados por otros con salarios más bajos. Por suerte, hemos entrado en aguas económicas pacíficas donde las corrientes están más calmadas y nos permiten navegar con condiciones favorables, no solo por nuestros méritos sino en buena parte gracias a nuestra pertenencia a la Unión Europea y, más concretamente, a la Unión Monetaria y Económica, o sea, la zona euro.
No fuimos el único país abofeteado por la crisis de 2008, pero sí uno de los que peor lo ha pasado porque nuestro modelo económico, excesivamente dependiente del pelotazo y los lucros a corto plazo, disfrutando del carpe diem y sin avistar el futuro, desvestido del poderío que brinda una sólida industria, de la noche a la mañana se quedó sin alternativas, con un tejido empresarial en el que dominan las pequeñas y medianas empresas, donde la microempresa abunda en demasía, con muchas de ellas carentes de recursos, muy endeudadas, con estrecheces en activos punteros que pudieran ayudar a tener capacidad de reacción, poca inversión en potencial tecnológico y en conocimiento, con nuestras familias muy endeudadas sobre todo a causa de nuestra cultura de la vivienda propia y, todo ello, en el marco de una burbuja crediticia que, con independencia de otras circunstancias de mala gestión y veleidades políticas en varias entidades de ahorro, terminó por estallar.
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