Opinión

La Chiqui se pone a insultar

El insulto político hace tiempo que forma parte de nuestro paisaje nacional, tan acostumbrados como estamos en España a hacer del vituperio un sustituto apañado con el que ocultar particulares deficiencias retóricas. El insulto como tal, no sólo aplicado a la función y representación pública, forma parte de la comunicación y cumple una función necesaria dentro de ella, pues ayuda al desahogo del emisor y a reducir el impacto que su escaso dominio del vocabulario puede tener en el oyente, o bien a matizar coyunturales momentos de ira o enfado. Muchos intercambios lingüísticos han alterado a lo largo de la historia su esencia, finalidad y objetivo desde el momento en el que el insulto hace acto de presencia, determinando a partir de ahí el resto del discurso. Nada permanece inalterable en la memoria de quien escucha ni en el ambiente donde se produce cuando el exabrupto toma el dominio de la conversación.

Las diferentes maneras en la que expresamos la palabrota dicen más del emisor que la propia vehemencia del vocablo. Sutil o directa, la línea entre la ironía, el sarcasmo y la grosería es, a veces, inexistente. El lenguaje, como instrumento vivo, sufre, como la carne, transformaciones en el tiempo. Y como nuestro cuerpo, también está abierto a retoques estéticos que mitiguen el peso de la gravedad. Lo que podía ser ofensivo hace dos siglos, hoy está normalizado y el propio contexto histórico no hace sino provocar nuevas formas de desahogo expresivo.

Pero lo cierto es que ya no se insulta como antes. La elegancia de epítetos como «gaznápiro» o «zascandil» han desaparecido del lenguaje costumbrista y también político, sustituidos por otros como «gilipollas» o «facha» (comodín para todo) o el más reciente, «calvo con gafas». Claro que no es lo mismo que te descalifiquen Emilio Castelar, Antonio Maura o Manuel Azaña a que haga suyo el insulto María Jesús Montero, la chiquilicuatre de la palabra patria.

Cuando la ministra toma la palabra, ésta tiembla en sus cimientos, sometida a la ardiente capacidad de Marisú para resucitar las raíces fonéticas del habla mientras ejecuta con nervosidad la idea. Si la titular de Hacienda te insulta, en realidad está ejercitando el halago con su interlocutor y para demostrarlo, sacrifica su conocida competencia en la construcción de frases con sentido y lógica estructural para acercarse al pueblo mientras da puntapiés a la RAE buscando el significado de esputo.

En su balbuceo gramatical, la socialista reinventa el diccionario cuando de calificar un hecho se trata. Con tamaña profusión retórica, fruto de incontables y constantes lecturas vitales, ejerce su maestría como oradora en cada mitin o evento de partido, donde el proselitismo se hace carne y carné. En el último al que acudió, no desaprovechó la oportunidad de darle lustre a su verbo y demostrar su formación humanista, y en cuanto pudo, se despeñó por la senda del ingenio a la hora de referirse a un adversario político, el señor Miguel Tellado, a la sazón portavoz del PP en el Congreso y mano derecha del Feijóo, gallego como él. Su referencia a la falta de pelo del popular y a su conocida miopía -que le obliga a llevar gafas-, ejemplifica que estamos ante una maestra insuperable de la observación y la creatividad, una gurú del humor más barroco y refinado. La derecha se deja insultar cuando se trata de Montero porque sabe que la voz que susurra los impuestos de Sánchez, que lleva tres décadas en política por vocación cuando podría ganarse perfectamente la vida fuera de ella, lo hace desde el cariño de iletrada con estudios. A ella, sin embargo, nunca le podremos llamar idiota, conocido y costumbrista insulto que, en su acepción etimológica original, del griego idiotés, definía al analfabeto político que se desentendía de los acontecimientos de la polis, la ciudad o el Estado, no participando en ellos. Porque ella, participar, participa. Igual si se lo decimos en griego cree que le estamos hablando de un tramo del IRPF y nos acaba amnistiando.