Cataluña tiene remedio
Hace unos días escuché cómo Alejandro Fernández, el candidato del PP en Cataluña, intentaba sobreponerse al discurso oficial de la pléyade de comentaristas y politólogos de los medios de comunicación en general que ya tienen decidido lo que va a ocurrir en y tras las próximas elecciones autonómicas catalanas. Ante la idea instalada en la opinión pública de que frente al nacionalismo solo cabe la resignación, Alejandro Fernández desarrolló un argumento que se sostiene en una idea incuestionable para quien cree en el libre albedrío: «Cataluña tiene remedio».
Las palabras y la actitud de Alejandro me hicieron rememorar la vieja relación de Azaña con el nacionalismo catalán, sólo que en el caso del candidato del PP en Cataluña no había decepción sino conocimiento de la historia y de sus protagonistas, y la firme decisión de no volver a cometer los errores del pasado.
Manuel Azaña cayó en el error de obviar que el nacionalismo es insaciable y creyó que haciéndoles carantoñas iba a frenar la pulsión rupturista y antidemocrática de los independentistas catalanes, unidos por el supremacismo que históricamente ha demostrado ser un lazo mucho más fuerte que las ideologías propias de las sociedades plurales. Así que pronto descubrió, en carne propia, que los tigres sólo comen hierba para purgarse, que lo que les va es la carne; cuanto más fresca y sangrienta, mejor.
Por eso, Azaña pasó de ser uno de los principales impulsores de la autonomía catalana a declararse decepcionado por la deslealtad al Estado de los independentistas, primero cuando Companys proclamó unilateralmente «el Estado catalán dentro de la República federal española» desde el balcón de la Generalitat, el 6 de octubre de 1934, y después cuando, tras el alzamiento de Franco, los nacionalistas catalanes demostraron estar más preocupados por proteger sus intereses políticos que por hacer causa común con la República para ganar la guerra. Fue ese momento definitivo en el que Azaña les acusó de actuar como nación «neutral» en la Guerra Civil.
Los españoles tenemos la mala costumbre de olvidar y/o manipular nuestra historia, de forma que cada acontecimiento parezca novedoso por mucho que sea una repetición de un pasado no tan lejano protagonizado por los mismos actores políticos. Tras la traición de los supremacistas catalanes, fue Azaña -ese peligroso «fascista», que dirían ahora mismo Sánchez y su banda- quien sentenció: «Lo mejor de los políticos catalanes es no tratarlos». O: «La Generalidad, cuyo presidente, como recuerda Companys, es representante del Estado, ha vivido no solamente en la desobediencia, sino en franca rebeldía e insubordinación».
Companys fue juzgado por el Tribunal de Garantías Constitucionales de la República en 1935 y fue condenado por un delito de rebelión militar a treinta años de cárcel. No los cumplió, porque fue indultado por Franco. Repasen la historia y vean las similitudes entre aquel episodio y el presente. Como ven, Pedro Sánchez no se limita a desenterrar a Franco sino que se empeña en emularlo.
No tenemos un Azaña en las filas del socialismo español, en el que la doctrina imperante es la guerracivilista representada por Largo Caballero. Pero sí podemos y debemos aprender de la historia y de las consecuencias que ha tenido para la democracia española el empeño en «apaciguar» a la bestia supremacista e independentista, en vez de enfrentarla con la palabra y con la ley, con toda la ley.
No es momento de aceptar que en Cataluña quepa la posibilidad de optar por el «mal menor», porque no hay mal pequeño que pueda surgir de la alianza sellada entre los supremacistas catalanes y las huestes de Illa y Sánchez, esos resucitadores de Puigdemont y de Franco, tan desleales con el estado constitucional y democrático como lo fueron en su día Companys y todos sus cómplices.
La comparecencia del aún presidente de la Generalidad anunciando la celebración de un referéndum para conseguir los mismos objetivos que persiguieron en 2017 viene a confirmar que quienes impulsaron el proceso rupturista de Cataluña con el resto de España han reiniciado la pulsión antidemocrática y secesionista para romper la unidad de la nación y la convivencia entre catalanes. Todo esto es consecuencia directa de las decisiones de Pedro Sánchez y del ministro de los 160.000 muertos convertido en el mentiroso oficial del sanchismo en tierras catalanas. Pero no estamos ante un error de percepción, como el cometido por Azaña y que señalé anteriormente. Sánchez no ha sido engañado por el independentismo, sino que ha forjado una alianza con ellos porque persiguen los mismos objetivos: debilitar al Estado para ejercer el poder como auténticos autócratas.
Es un escándalo en términos democráticos que quienes fueron indultados tras promover un referéndum inconstitucional ,y por incitar y realizar todo tipo de actos que violentaban las leyes y la libre circulación de los ciudadanos, se sientan más legitimados y protegidos para repetir la jugada. Un escándalo que es consecuencia directa de las decisiones adoptadas por el Gobierno de Pedro Sánchez, que resulta en sí mismo –por su formación y por sus actos- una anomalía en la Europa democrática.
El sistema democrático, basado en la libre elección de los ciudadanos, no puede impedir que un gobernante se vuelva loco y/o traicione lo más sagrado, la propia democracia en cuyo nombre ejerce el poder. Pero puede dotar al Estado de instrumentos para defender la democracia si esa circunstancia se produjera.
Por eso, la Constitución, además de incorporar artículos específicos para actuar en supuestos extraordinarios como aquéllos para los que se prevé la aplicación del artículo 155, define los contrapoderes democráticos por excelencia: la libertad (de expresión, de movimiento, de cátedra, de prensa, de opinión…) que nos protege a todos los ciudadanos y nos permite actuar en los asuntos del Estado; la separación de poderes entre el Ejecutivo, el Legislativo y el Poder Judicial independiente.
Pero, ¿qué ocurre cuando, en un país, el Gobierno de la nación, legítimo de origen, pierde la legitimidad de ejercicio y toma la decisión de pervertir el orden constitucional, suspender las libertades de los ciudadanos, liquidar la justicia independiente, parasitar las instituciones del Estado e interrumpir el control parlamentario? ¿Cómo puede una democracia tan garantista como la española defenderse de un gobierno que ha diseñado una estrategia para demoler el sistema de convivencia democrático?
El artículo 155 sirve para actuar frente a las CCAA si éstas no respetan las leyes y no cumplen con su obligación para con los ciudadanos; pero, ¿quién nos protege si es el Gobierno de la nación el que se salta las leyes y atenta gravemente contra el interés general de todos los españoles? Pues miren, no hay un 155 contra el caudillaje de Pedro Sánchez; pero tenemos la Constitución entera, la que nos hace ciudadanos. Y no está perimetrada, ni en cuarentena, ni confinada como la tuvieron Sánchez e Illa durante la pandemia.
Por eso, sostengo que no cabe resignación ni victimismo, y que la lucha que nos propone Alejandro Fernández -anticiparse a la estrategia de los eternos rupturistas y derrotar con la palabra y con la ley a los enemigos de la nación de ciudadanos libres e iguales- resulta un revulsivo para todos aquellos dispuestos a darse por vencidos o a preparar trincheras por anticipado. La batalla que se libra desde Cataluña no va de siglas, nos afecta a todos los españoles y es mucho más importante que la posición que pueda conseguir cada formación política en el nuevo parlamento autonómico.
Así que no nos despistemos, coloquemos a cada peón -a los traidores al constitucionalismo encabezados por Illa y a los supremacistas de Junqueras y Puigdemont- en el lugar del tablero que le corresponde y libremos la batalla hasta vencer. Porque no queda otra.