El bien común que Sánchez castiga
Hace tiempo que el Rey nos congrega a todos. Lo que en el pasado era una liturgia obligada en torno al nacimiento del hijo de Dios, ha pasado a ser el momento en que resuenan palabras salvíficas frente al escarnio cotidiano de lo político. Cuando escuchamos hoy al jefe del Estado, lo hacemos con la preocupación del que observa lo inminente a través de la historia, añorando aquellos discursos del monarca en que la rutina retórica explicaba la marcha del país. Éramos felices con las nochebuenas campechanas del emérito y no lo sabíamos.
Ha pasado un año y una Dana para que España sea resumida con idénticos patrones de reproche monárquico. Año y medio de sanchismo continuado después, seguimos peor como sociedad, en una decadencia económica y moral cuyo precipicio no amenaza fondo, pero sí víctimas constantes. En el texto locutado a la nación, entonamos como pueblo el mea culpa de electores equivocados, ausentes de una responsabilidad que toca repartir, como esas gambas y mantecados que tocan a menos cuando uno más llega a la familia y es de estómago abierto.
Mientras supuramos tristezas y superamos añoranzas, nos ponemos frente al televisor esperando un mensaje que alivie, calme y llene de esperanza. En Felipe VI se observa últimamente la triple figura de un jefe de Estado, un padre tradicional y un ciudadano solidario con el devenir de sus semejantes. La intervención navideña ya no es un deber, sino una responsabilidad, en momentos en los que la nación respira asistida y boquea supervivencia, presa de políticos sin alma y corruptos sin corazón. Los españoles, que tantas veces nos hemos descosido a tiros y enterrado en honores, nos reunimos como ningún país del mundo cuando hay que ser solidarios, virtud que el monarca reivindica como unidad sobre la que construir.
Una foto ejerció de metáfora política de la España que lucha y abraza junta la desgracia, principio que sirvió al Rey para mostrar su apoyo y refuerzo a las víctimas de la tragedia que los gobiernos abandonaron y los servidores públicos y la sociedad civil rescataron en ese maridaje inmortal entre pueblo y nación. Todo discurso requiere de contexto y conexión, de causa y pasión, y bajo las formas cada vez más entusiastas de Felipe VI, se advierte un hastío que obliga a recordar cada Navidad la obligación ausente de nuestros representantes respecto a sus cometidos, el marco de convivencia innegociable y los valores que ahormaron España y Europa, hoy en peligro por las veleidades wokistas de majaderos y descerebrados.
Habrá quien aproveche, como cada anualidad, para reivindicar lo que a nadie importa ni nada ofrece. A ellos les interpela la posteridad cuando hablamos del bien común, idea que aparece repetidas veces en el discurso Real, un concepto que abandonan quienes hoy dirigen con desatino manifiesto nuestras vidas y nuestro dinero. Junto a Constitución, democracia y España, compusieron el quadrivium de mensajes resonantes que Felipe VI abrochó con tono firme y serenidad compuesta, consciente de que representan todo aquello que odian los socios de Sánchez y más alergia provoca en los camastros autócratas de Moncloa.
No es circunstancial la enésima reivindicación de la Constitución como elemento de certidumbre en la que los españoles podemos seguir confiando para tener un futuro de libertad, plasmada negro sobre blanco en la confianza de que su letra y espíritu ejercerán como dique de contención a veleidades fanáticas que luchan por destruirla.
Un discurso de cierre inicial, de convicción y elocuencia, de simplicidad poderosa, con breve sencillez definida por una problemática social para la que el primero de todos los españoles ofreció soluciones frente a los muros bulócratas que otros crean, y que pone muy por encima la institución que representa y sobre la que se sostiene la nación que hoy, más que nunca, le protege, aplaude y necesita.
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