Apologías itálicas (IV)

Apologías itálicas (IV)

Una forma de acariciar la piel napolitana consiste en subir a un taxi y dejarse llevar, al mismo precio. Cuénteme, ¿quiénes son las personas retratadas que pueblan el salpicadero? Aquellas pequeñas fotografías bajo el pendulante San Genaro y un rosario bailarín, colgados ambos del retrovisor, y a los que la entera humanidad de Nápoles debe respeto y amor. Abigarrada ciudad de tipos, profesiones y alturas sociales se hallan en la constricción de la napolitanidad, pasión y juego desordenados dentro de un orden. Insalvable condición, mismo cielo de quienes han nacido en Posillipo o en una callejuela de Gli spagnoli; de quien vive entre cipreses y estatuas de una villa burguesa, del artesano de figuritas del Belén, del pizzaiolo y del ratero. Endémicas riqueza y pobreza, escenografía farragosa de templos, palacetes,  plazas, capillas, oscuras esquinas con vírgenes. Orgullo y humildad del pueblo llano, quien escupe al suelo maldiciendo, sabiéndose en cualquier caso habitante de la más bella postal del mundo, el golfo con el Vesubio al fondo.

Corría la jornada, y el taxista, señalando con el dedo la colina de Vomero, dijo “allí viven los malditos ricachones”. Venía yo de ver alguna cosa en Capodimonte, palacio borbónico de incontinencia barroca, a sus salas y depósitos subterráneos me refiero. Después de eso, el destino había fijado cita en un restaurante de pescado. De pescado camorrista que traían barcas a diario para los paladares del poder. En efecto, al verme acompañado de un cierto personaje muy influyente en la época, la sala fue cerrada a cualquier visitante, que recibía del camarero el insólito argumento “estamos llenos”, aunque todas las mesas, menos la nuestra, lucían huérfanas de clientela. La enjundia de la situación, ligeramente cinematográfica, se complementaba por la presencia de un coleccionista temeroso de salir por ahí y ser secuestrado.

Hablar de comer en Nápoles es hablar de la pizza, religiosa cosa que la pureza dicta aderezar con tomate rallado, ajo y aceite (pizza marinara). El recto napolitano no se desviará de tal receta, so pena de parecer un memo presuntuoso. Pero esa pizza, metáfora de la ciudad donde sólo cabe honra y destino, deja paso, también, a una cocina extraordinaria. Afortunada huerta campana y mar antiguo. La blanca, mambla mozzarella de leche de búfala sobre el plato, se sirve primero, viuda, apenas bañada de aceite de oliva. Y los pescados y mariscos atraen el hábito gourmand de comerse crudos, milenaria costumbre reservada a gente opulenta. En aquel restaurante en que nuestro anfitrión había sido recibido por el propietario con dos besos, desfilaron, vírgenes del fuego, gambas, cigalas, almejas, doradas, lubinas, atún.

Ya la tarde trajo una imagen que, en cuanto repetida, conservaba la más bizarra belleza, olores salados, lucecitas del vino blanco y el mar en boca al atardecer, oro del Bósforo perdido para siempre. Tampoco había ya españoles en Nápoles, aunque los palacios reales cargaban sombras sobre el paso de los transeúntes. También el mito de l’America, memorial napolitano, hijos que fueron y volvieron para encontrar en casa, de nuevo, la fatídica pobreza, murió. Amarga poesía emigrante, deslome de italianos en una Italia próspera y moderna que sospecha, aún, del napolitano per se. “Nápoles es un sueño, que conoce todo el mundo, pero nadie sabe la verdad”, cantó la divina Mina.

 

 

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