Un anuncio de Sydney Sweeney lleva al estamento ‘woke’ a la apoplejía
La maldición del periodista de diario es que tiene a menudo que dejar pasar las grandes transformaciones que definen una época porque nunca suceden como meros eventos, que son el pan y la sal del informador de urgencia.
Uno tiene que estar atento a las declaraciones de guerra, los atentados, las a menudo inanes declaraciones de los protagonistas de la actualidad, a riesgo de perderse esos movimientos más lentos, como de placas tectónicas, que al final son los que afectan permanentemente a la era que vivimos.
Por eso me gustan las noticias aparentemente anecdóticas que pasan por banales e incluso frívolas. Por ejemplo, el anuncio del fabricante de ropa vaquera American Eagle protagonizado por la actriz Sidney Sweeney, o el de Dunkin Donuts, cuyo escandaloso pecado parece ser que el protagonista es blanco y atractivo.
Las redes sociales, como suele decirse, apenas hablan de otra cosa lo que, en principio, no es garantía en absoluto de que el asunto tenga peso alguno. En este caso, sin embargo, creo que marcan un cambio transcendental: el fin de la cultura woke.
Trump nos prometió -a los estadounidenses, pero el alcance siempre es universal- acabar con la tiranía woke y, de hecho, prohibió los criterios de inversión y contratación DEI (Diversity, Equity, Inclusion) en los departamentos federales y en las empresas que quieran licitar obra con Washington. Pero eso no es algo que pueda hacerse simplemente por decreto.
Y no ha sido necesario, porque el wokismo resulta insoportable, una tiranía difusa como no ha conocido la humanidad, ejercida a menudo por particulares y que tenía como arma definitiva la cancelación. Una opinión errónea en redes podía -y solía, si el perpetrador llegaba a muchos usuarios- concitar una manada, literalmente, de cientos de miles de agentes vocacionales del pensamiento único que forzaban el doxeo (revelación pública de la identidad y los datos personales del culpable), acoso digital y físico, despido laboral y ostracismo social.
Pero lo woke no solo era espantoso por la reacción de estas bandas de la horca ante cualquier mínimo desliz; también es ruinoso para las empresas, ineficiente para la vida pública y humillante, por cuanto obliga al público a aceptar lacayunamente falsedades evidentes.
Y no es, naturalmente, que lo políticamente correcto haya muerto: la prueba la constituyen las miles de reacciones indignadas y vociferantes en redes y medios convencionales a los anuncios citados. Pero el hecho de que grandes empresas con mucho que perder se hayan atrevido transmite una señal evidente: no vamos a seguir sometiéndonos.
Pero vamos con los anuncios y su polémica. El escándalo procede presuntamente de su eslogan, «Sydney Sweeney tiene unos vaqueros estupendos», basado en un juego de palabras en inglés, donde «jeans» se pronuncia igual que «genes».
Los críticos han interpretado el eslogan como una referencia, involuntaria o deliberada, a la idea (apoyada por el nazismo) de que las personas blancas, rubias y de ojos azules son genéticamente mejores que otras.
Bastante estúpido todo: el verdadero pecado es que Sweeney es blanca y guapa, y ambas cosas llevan años proscritas de la publicidad nacional. Si una civilización extraterrestre estuviera estudiando nuestra civilización (la americana, al menos) a partir de las señales de televisión norteamericana, llegaría a conclusiones curiosas. Pensarían, por ejemplo, que la raza negra (un 13% de la población de Estados Unidos) es la mayoritaria con diferencia. Deducirían que los varones son extraordinariamente estúpidos e inútiles, al menos los blancos. Y se preguntarían por el curioso criterio estético de los gringos.
La izquierda, que lleva más de medio siglo esperando la Marcha sobre Roma de un momento a otro, quiere hacernos creer que esto es «sólo el principio» del ascenso de una ideología siniestra. Pero sí podrían tener razón en que supone el final (o el principio del final) de su asfixiante dominio del pensamiento aceptado en sociedad.
Son los mismos progresistas que han puesto el grito en el cielo por otro anuncio de Dunkin’ Donuts que presenta a un modelo blanco bromeando sobre sus buenos genes y su bronceado. ¿No es intolerable usar blancos atractivos como protagonistas de una campaña publicitaria, a no ser que defiendan una causa de extrema izquierda?
Y van a intentar lo de siempre: hundir a las empresas que han cometido tamaña osadía o, como poco, obligarlas a una sesión de humillación pública en la que se comprometan, entre lágrimas, a no volver a pecar.
Solo que últimamente los boicots no le funcionan a la izquierda. Sencillamente, quieren dar la impresión de tener más peso del que realmente tienen. Son pocos y su control de la narrativa se está disipando, y las empresas lo saben. En cinco o diez años, los últimos progresistas políticamente correctos serán especímenes asimilables al búho moteado o al tigre siberiano, en peligro de extinción inminente.
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