De anteojos, alcaldes y otras dichas picassianas
He recargado las tintas. Me siento una ilustradora de mi época fresca de fuerza o, mejor dicho, refrescada de tendencias juveniles. No me refiero a los amores espantosos, eso ya pasó. Lo que quiero contarles es que escribo este artículo sin gafas. Hace ya un par de añitos (por lo menos) que eran imprescindibles para esta labor. Cansada de depender del decadente objeto, decidí que esa prótesis externa debía pasar a ser parte intrínseca. Se añadía la idea de dejar de contarle al mundo que mi vista estaba cansada de tanto usarla. Dicho y hecho. Una experiencia más que recomendable. Vuelvo a tener la visión de aquella jovencita que fui; sólo la vista, pero algo es algo. Me siento como el protagonista de Monsieur de Phocas, una novela que, imitando en parte The picture of Dorian Gray, de Wilde, resulta superior al modelo en la intensidad objetiva. En resumidas cuentas, dejé atrás las túrgidas frustraciones de no poder ver cómo centellean los diamantes.
Estrenando una nueva perspectiva, y presumiendo internamente de mi eterna juventud, me paseé por la exposición que acoge el Museo de Bellas Artes de Sevilla: Picasso y los maestros antiguos. Me acordé muchísimo del profesor Calvo Serraller. Le admiraba (y le admiro) y le tenía un aprecio real. Una mañana en su estudio, en aquellas eternas charlas que teníamos sobre el arte y la vida, me dijo que una de las virtualidades de aquel es que cambia sin por ello prosperar. Hablábamos de la fortuna crítica, que es una cuestión intangible, incomprensible a veces, que hace que un pintor en una época determinada sea ensalzado como un gran maestro y, tiempo después, caiga en el pozo del olvido, perdiendo tanto reputación como cotización. Un caso emblemático es el de Caravaggio, quien fue rescatado no hace mucho del desprestigio más incomprensible. Los diálogos planteados en la exposición mencionada no están mal, algunos más conseguidos que otros. De lo que no cabe duda es del peso que tienen las señas de identidad de la cultura española en Picasso, uno de los pintores por antonomasia de la vanguardia artística universal.
También sin gafas vi la entrevista que se le hizo el sábado por la noche al alcalde de Madrid. Me divirtió mucho cómo se le quedaban colgando los piececitos al sentarse en el sillón rojo, y cómo se acercaba rápido al filo de la silla para llegar a apoyarlos en el suelo. Con independencia de la ideología que se tenga, es difícil no sentir simpatía por este político. Contó, por indicación del guion, que su abuelo había formado parte del Consejo de Don Juan. Me gustó saberlo. Es un hombre de ideas claras, de principios férreos y de habilidades sociales. Tiene además un maravilloso sentido del humor, que le hace más encantador aún. Sin embargo, y me voy a refugiar en el arte para decirlo sin un ápice de acritud, “como a Delacroix, que ha elevado su arte a la altura de la gran poesía, también a Martínez-Almeida le gusta agitar sus figuras sobre fondos excesivamente amables o verdosos, donde se revela la fosforescencia de un pasado mejor y el olor del miedo a la tempestad”. Es decir, es capaz de elevar su discurso a la altura de la gran política, pero esos ancestros del cortejo del abuelo del Rey le juegan malas pasadas: demasiada docilidad, demasiada mansedumbre, faltan toques de picardía, algo que haga estremecer al de enfrente. Algo así como un golpe sobre la mesa y un “¿Qué pasa? ¿Qué no te lo crees?”. Menos sones de liras y flautas, no corren esos tiempos. Y con esto termino por hoy. Procedo a quitarme las gafas. ¿Qué gafas, Clarita?
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