Cómo el populismo necesita al progre políticamente correcto

Cómo el populismo necesita al progre políticamente correcto

Hablaba ayer Vargas Llosa en El País, con su habitual lucidez y pluma afilada —y no sin cierta tribulación— sobre el enemigo más poderoso que ahora mismo poseen las democracias liberales: el populismo, ese concepto que no dice nada hasta que decidimos rellenarlo de contenido, a favor o en contra de nuestros prejuicios previos. Concluía el Premio Nobel su cruzada contra esta nueva forma de seducir a las masas criticando la demagogia de unos gobernantes que prefieren «sacrificar el futuro por un presente efímero». Le faltó añadir: bajo la promesa de recuperar un pasado que ya no regresará y que, además, reconstruyen en su propio beneficio. Y es que el lenguaje es una herramienta poderosa de construcción de la democracia, pero al mismo tiempo puede ser usada para deconstruirla o, más allá aún, destruirla.

Cada día son más los artículos y ensayos que desmenuzan el origen de un fenómeno que amenaza con alterar las estructuras sistémicas que nos han dotado de bienestar y paz en los últimos decenios en Occidente. Una circunstancia que no pasa desapercibida son los factores que cada día alimentan más al monstruo de la posverdad. Y entre ellos, sobresale uno que apenas si se menciona en los análisis: se trata del progrebuenista, del influencer políticamente correcto, constituido hoy en la principal vitamina que nutre de armamento ideológico —y palabrería— al populista y su tropa, pues dibuja una realidad similar a la que aquéllos hacen: binaria, sin grises, totalizadora de lo que es bueno o malo, correcto o incorrecto, saludable o nocivo. Mismo esquema con diferentes actores. Janos bifrontes que se retroalimentan sin cesar.

Tomemos el ejemplo de los refugiados. La izquierda biempensante —perdone el lector el oxímoron— se esfuerza cada día en suplicar que todo refugiado, sin importar motivo, ni condición, ni cifra, venga a España, pero es incapaz de aportar ningún hecho que ayude a entender cómo es posible acoger a cientos de miles de refugiados sin provocar un conflicto social futuro. Esa izquierda del caviar nunca explicará, desde sus barrios periféricos con seguridad privada, cómo pueden garantizar precisamente esa seguridad cuando aquellas personas que escapan del horror y la miseria no sean capaces de alcanzar la necesaria cobertura económica, laboral y alimentaria para sobrevivir. Y lo que es más importante, localicen si pueden a esos adalides del buenismo en televisión y averigüen si ellos acogen refugiados en sus hogares, ellos que sí se lo pueden permitir. Ni uno. No lo encontrarán. Porque el progrebuenista, creador del lenguaje políticamente correcto, siempre presumirá del eslogan más eficiente y contradictorio y que, pese a su perversidad, más réditos le ha dado: haz siempre lo que digo, nunca lo que hago.

No miremos, pues, al nacionalismo como factor interno que explica el resurgir populista, porque siempre será capaz de construir, en su necesaria alteridad para su supervivencia, un enemigo cercano al que culpar de su imposible utopía no desarrollada. El enemigo real, oculto y siempre en lucha, está en el origen de que los totalitarismos surjan, de que la demagogia sea factor de voto y gobierno: el progre políticamente correcto. Propicia, con su sobrada percepción de la realidad, su visión atávica de cómo debemos vivir, su suficiencia snob y elitista hacia quienes buscan otras formas de gobierno, la llegada inmisericorde de las hordas populistas a las instituciones. Y lo hace en forma de desprecio:

1) Desprecio al populista y a quienes les vota. Porque no entiende la causa que han llevado a millones de personas a confiar en esa democracia sensorial —vulgo dermocracia— epidérmica, de envoltorio, sin reflexión ni pausa. Gran parte de los progres políticamente correctos son millonarios de salón, que de forma activa o pasiva financian el rechazo al populista de la peor forma posible: repudiando el mismo sistema del que viven porque esta vez no les ha funcionado, advirtiendo de consecuencias políticas si no vuelve a restablecerse la democracia tal y como ellos la entienden, es decir, para que les siga beneficiando.

2) Desprecio a quienes piensan diferente a su lenguaje buenista: Porque los votantes populistas son paletos de extrarradio, gente desinformada, homo sapiens sin evolucionar, que se tragan las mentiras y los bulos que las redes sociales transmiten. No importa que los marcos de triunfo populista sean estrategias perfectamente calculadas de marketing. Marco 1: el futuro no existe, así que recupera lo que te han robado del pasado. Marco 2: tú, como ciudadano, aún tienes el poder, no dejes que el sistema te lo arrebate.

Para el progre políticamente correcto, la democracia sólo es democracia si satisface su visión enclenque de las libertades, si se habla en el tono y formas que él propone, si se humaniza la sociedad pero sin contar con su presencia. El progre no habla, apela al diálogo, no se sacrifica, invoca que otros lo hagan por él en pos de una suerte de justicia universal. Pero ha formado parte de un colectivo anestesiado en su mediocre soberbia, causante de que muchos millones de personas se hayan cansado de que le digan cómo pensar, qué decir y a quién votar. Trump no es el problema. El progre políticamente correcto, el buenista de toda clase y condición, sí.

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