Gastronomía

Carande, la armonía en Navacerrada

En Navacerrada, donde el aire baja con la fuerza de la sierra y la calma se instala casi sin pedir permiso, el joven Carlos Carande ha encontrado su lugar. Lo suyo no es la fusión efectista, sino el diálogo entre la cocina japonesa que tanto le inspira y el producto de temporada de la sierra. Lo demuestra en su menú degustación Esencia del Momento, catorce pases quesier dibujan un viaje en equilibrio.

La apertura fue ligera y precisa: Vichyssoise y vinagreta marina, un arranque de cuchara fresca, afinada, donde la huerta y el mar se daban la mano con serenidad. A continuación, el juego de la huerta veraniega: Sorbete de tomate de verano con tierra de aceitunas, refrescante, limpio, casi un guiño a la merienda de antaño puesta al día.

El mar apareció con fuerza en la Sardina ahumada con helado de pan de masa madre, emulsión de tomate navarro y aire de aceite cornicabra. Pleno de matices, con el pescado tratado con respeto y acompañado por una guarnición de compleja sencillez. Hubo incluso espacio para la ironía con la ¿Pipirrana?, un clásico andaluz revisitado con finura japonesa.

Después, la contundencia del ave en formato delicado: Gyoza de pato con jalea de naranja amarga y su mi-cuit, un bocado de cruce entre Asia y Castilla, donde la envoltura fina escondía un corazón de sabor serio, suavizado por la acidez de los cítricos.

El plato pictórico llegó con el Lienzo de alistados, salsa de sus cabezas, curry verde tailandés, jalea de lima y caviar Oscietra. Un festival cromático y gustativo, que unía técnica y producto con una naturalidad poco común.

El terreno vegetal tuvo su gran momento en el Guisante joven de Cuétara con consomé de borraja ibérica y velo de Wagyu A5: delicadeza extrema, un plato de aparente sencillez que escondía hondura.

 

De ahí al mar de nuevo, con los Raviolis de cigala en su bisque con lemongrass y aire de sus cabezas, pura armonía de intensidad y frescor. Y la tierra reapareció con poderío en las Mollejas de cordero lechal, salsa de almendras tostadas, teja de remolacha y mojo nipón, donde la casquería se vestía de gala sin perder carácter.

El Pichón de Brest asado con endivia roja braseada y su salsa trajo a la mesa la caza, tratada con elegancia y pulso firme. No es un alarde gratuito, sino la confirmación de la capacidad técnica de Carande: tomar un clásico de la gran cocina y hacerlo suyo, con un estilo personal que respeta la tradición al tiempo que la renueva.

La armonía también estaba en el beber. La bodega de Carande es seria: vinos elegidos con tino, blancos vibrantes, tintos con nervio, y la sabia presencia de sakes y jereces, servidos con naturalidad y sabiduría. Aquí el vino no compite: acompaña y realza el bocado, como un buen compás realza el toque.

El intermedio fresco llegó con el Sorbete de gin tonic, bálsamo para el paladar antes del apartado dulce. Allí llegaron los postres: la Pavlova de frutos rojos y su coulis, ligera y aérea, seguida de la Manzana caramelizada con calvados, crema inglesa especiada y merengue, más golosa y honda, pero igualmente medida. Y como despedida, los inevitables petit fours, delicados, mínimos, casi un susurro.

Carlos Carande, joven y sereno, sonríe como quien sabe que su oficio es dar felicidad. Y en cada pase parece repetirse el mismo lema: si el comensal disfruta y rebaña, la tarea está cumplida.

Restaurante Carande. Plaza del Doctor Gereda, 10. 28491. Navacerrada. Madrid