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El Supremo salva el honor de la Justicia

La condena al fiscal general del Estado marca un antes y un después en nuestra democracia. Por primera vez, quien debía velar por la legalidad desde la cúspide del Ministerio Público ha sido declarado culpable de un delito: en este caso nada más y nada menos que revelación de secretos, un delito instrumental que perpetró para servir a quien le puso ahí. Recuerdan esa frase vergonzosa y lapidaria de Sánchez: «¿De quién depende la Fiscalía?».

El mensaje del Tribunal Supremo no puede ser más claro ni más contundente: en España nadie está por encima de la ley, ni siquiera aquellos a quienes el poder político pretende blindar por servir a sus amos.

El fallo representa una victoria del Estado de Derecho frente al intento de convertir la Fiscalía en un instrumento al servicio del poder. Es una reivindicación de la independencia judicial en un momento en el que se ha querido erosionar hasta la extenuación la credibilidad de nuestras instituciones. Hoy, el Tribunal Supremo recuerda que la Justicia no se negocia, ni se compra, ni se dirige desde Moncloa.

Porque aquí no hablamos de un error administrativo, ni de una indiscreción menor. Hablamos de un fiscal general que usó su posición para exponer datos reservados, perjudicar a un ciudadano concreto y favorecer intereses políticos. Hablamos de una conducta que traiciona la esencia misma de su misión: la defensa imparcial de la legalidad. Y eso, en un Estado serio, se paga.

Lo que sorprende -y preocupa- es la reacción del Gobierno. Incapaz de reconocer siquiera la gravedad de los hechos, se refugia en la fórmula vacía del «respeto, pero no compartimos». ¿Cómo es posible que un Ejecutivo cuestione una sentencia que protege derechos fundamentales y salvaguarda la institucionalidad? ¿Qué concepto de Estado tiene quien interpreta la justicia como un estorbo para su agenda política? Ya se lo digo yo, los dictadores.

La situación obliga a mirar de frente un problema estructural: la colonización partidista de la Fiscalía. El fiscal condenado fue elevado a su puesto no por mérito ni por prestigio profesional, sino por fidelidad a Pedro Sánchez. Y hoy, la realidad ha desenmascarado esa apuesta: fue un error institucional de proporciones históricas, ya lo dijo el Consejo General del Poder Judicial. Este señor no estaba preparado para el puesto. Un error que, de no haber actuado el Supremo, habría quedado impune y normalizado, porque en España estamos anestesiados.

Es momento de preguntarnos qué clase de país queremos ser. ¿Uno donde el poder político controla a los fiscales para ajustar cuentas con adversarios? ¿O uno donde las reglas del juego se respetan, aunque ello incomode al presidente del Gobierno?

La sentencia del Supremo muestra una luz entre tanta sombra. Demuestra que todavía «hay jueces en Berlín», magistrados dispuestos a plantar cara, a defender la separación de poderes y a recordar que la Justicia es un pilar, no una comparsa del Ejecutivo de turno. Una bocanada de oxígeno para una ciudadanía que empieza a dudar de si las instituciones trabajan para ella o para quien las nombra.

Hoy merece un reconocimiento rotundo el Tribunal Supremo. Ha actuado con la firmeza que requiere el momento y con la autoridad que nace de la Constitución. Ha restaurado parte del prestigio que algunos se empeñan en dinamitar. Y diría lo mismo, con la misma contundencia, si el Fiscal hubiese sido de cualquier otro color político. A éste ya se le ven los colores.

España necesita más decisiones así. Más guardianes de la legalidad dispuestos a recordarle al Gobierno que la democracia no se improvisa. Que la separación de poderes no es un adorno jurídico. Que la Fiscalía debe servir exclusivamente a la ley y no a la estrategia del Consejo de ministros.

Esta condena debe ser el punto de partida para una verdadera regeneración institucional. No basta con la sanción. Es necesario reformar los mecanismos de nombramiento, reforzar los controles internos y devolver a la Fiscalía el papel constitucional que le corresponde.

Porque cuando quien debía protegernos abusa del poder, la ciudadanía queda desamparada. Hoy, gracias al Supremo, ese desamparo ha encontrado respuesta.

La Justicia ha hablado. Que nadie pretenda silenciarla.