Resurrecciones
El ciclo taurino –filosóficamente hablando– empieza el Domingo de Resurección, una fecha que cambia según la luna llena de primavera y que rige el calendario de todas las liturgias dependientes de ella. Y, por ende, de la tauromaquia, ¿acaso no?
Sevilla como buena hija, como buena heredera de España, se lo intenta hacer entender a todo el orbe taurino, y le susurra a éste, con su paso de señora que no conoce la prisa, que la vida está compuesta de resurrecciones, pues, como dice una bella letanía, «hay que morir para vivir».
A mí me gustaría demostrar la capacidad que tiene el toreo, como arte efímero, de reencarnarse en los ojos de quien lo mira y, en consecuencia, de la fuerza que ejerce, a través del recuerdo, para hacer resucitar aquello que parecía no existir ya.
Hay muchas aficiones que han nacido con un torero y se han desvanecido con él. «A mí me dio la afición Fermín Murillo, y me la quitó cuando se retiró», me dijo un día en su despacho el profesor Pablo Badillo O’Farrell.
«A mí me enseñó lo que es el toreo Paco Camino y después…», me confesó Jorge Gay en su estudio de pintura, reconociéndome que «se sentía muy alejado de ese mundo de los toros». «Ya no necesito tanta sangre ni tanto valor para descubrir el mundo, pero sí que es cierto que de niño lo he vivido», añadió sincero y con respeto.
No son las únicas veces que un aficionado se me descubre desengañado. Si bien, en todos ellos, he podido reconocer el brillo destellante de unos ojos que parecían volver a ver aquellas tardes de luz eterna sobre la arena. Les resultó –tanto a Pablo, como a Jorge, como a todos ellos– inevitable colocarse en toreo para dibujar aquellos pases, aquella chicuelina perfecta de su héroe, aquel natural de verdad, aquellas rodillas hincadas en do de pecho…
El toreo, como la pintura, la poesía, son maneras de buscar respuesta a los grandes misterios de esta vida. Uno acude a ellos por necesidad, no por gusto. En ese sentido, se les parece mucho a Dios. Uno va a la iglesia, reza un Rosario o cumple los Santos Oficios, porque lo necesita.
Ahora bien, ningún fiel está libre de dejar de transitar sus caminos y, de repente, se muere la necesidad de buscar. Un día su pasión se desvanece y, por el motivo que sea, pierde la brújula con el que viajaba a aquellos lugares.
Sin embargo, el recuerdo descontrolado e insumiso a la razón, un día brota por un olor, un aroma, una conversación y vuelve a ir a los toros, vuelve a pronunciar el verso, vuelve a teñirse del color de ese cuadro, vuelve a sentir qué era cuando el corazón tenía fe en el júbilo inocente de cuando no sabía que buscaba, pero un día lo encontró. Y ahí, en ese dintel que brinda el recuerdo, se hace presente el magisterio de Sevilla, un día de Resurrección, como el de hoy, donde en cierta manera, José Antonio renacerá en Morante.
El toreo no tendría esa fuerza si no fuera capaz de reencarnarse en la materia de quien lo mira. La preocupación del artista del arte efímero es desconocer dónde va, adónde se marcha su faena.
Y la respuesta más clara para hacerse una idea de en qué lugar queda esa opera hecha, en este caso, con sangre y valor, la puede encontrar en el aficionado descreído, en aquel que no tiene ningún interés en sostener en su memoria aquellas tardes de cuando le gustaban los toros. De repente, resucita. Ahí «donde habita el olvido», que canta el maestro, renace, en el momento más inesperado, la llama atapuerciense del misterio y se pone él mismo a torear con sus propias manos.
De ahí que Sevilla recita con su poderío el poema más bello sobre el tiempo resucitado este domingo, como cada año. Y, con esa carita de niña, la Maestranza se hace guardiana de todo esto. Yo misma, en la distancia de ese templo de planta desigual, en este va y ven de la memoria, no puedo evitar, como me dijo mi hermana Pilar, soñar con que esta tarde, aunque fuera andando, volvería a Sevilla de nuevo. ¡Viva Cristo Rey y los toreros que lo honran en este día sagrado!
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