Qué pena que el padre no haya salido al hijo

Qué pena que el padre no haya salido al hijo

La maldición del exilio es la maldición Borbón. Son términos sinonímicos. Fíjense si es verdad esta aseveración que en los últimos 201 años todos los monarcas en ejercicio de esta dinastía han acabado sus días a cientos o miles de kilómetros de España. El último que consiguió expirar en territorio nacional fue Carlos III, el excepcional Rey que transformó el pueblo mesetario que era Madrid en una pedazo de capital europea. El monarca, apodado El Político por razones obvias, falleció en la más imponente de las 3.400 habitaciones de ese Palacio de Oriente que es el más grande de Europa. Desde su hijo Carlos IV, que dejó este mundo en Roma tras haberse largado por Irún, hasta Alfonso XIII, que lo hizo también a orillas del río Tíber, pasando por Isabel II en París, todos los borbones acabaron vagando por esos mundos de Dios.

A pesar de la chulesca amenaza de Carmen Calvo a Jaime Alfonsín, “mientras nosotros gobernemos, Don Juan Carlos no volverá a España”, no creo que el emérito, al que Dios guarde muchos años, ponga punto y final allende nuestras fronteras a su controvertida y agitada vida. Espero que el ya proverbial sadismo de este Gobierno no se estire hasta el punto de impedir su vuelta incluso en el momento en que se certifique que la parca le acecha. No sería ni medio normal que acabase muriendo solo y desamparado en una clínica de Abu Dabi. Y lo afirma alguien que, como un servidor, comparte la decisión de Zarzuela de mandar a tierras lejanas a Juan Carlos I. Su destierro ha evitado las polémicas diarias que se suscitarían con su augusto cuerpo pululando por nuestro país mientras se le investiga judicialmente o salen a la luz nuevas noticias que ahondan en su lamentable catadura moral o sobre el trato de favor que se le dispensa por parte de la Fiscalía.

Tan cierto es que Don Juan Carlos merece el repudio ético general por la gigantesca corrupción que caracterizó su reinado como que sería cruel que no pudiera regresar jamás a su país un personaje que consiguió, a pesar de episodios no del todo aclarados como el 23-F, que transitásemos pacíficamente de la dictadura a la democracia. Un milagro teniendo en cuenta que esa contienda de malos contra malos que fue la Guerra Civil había dejado partida en dos nuestra nación. Pero por encima de todo, su mayor y mejor legado consiste en haber logrado que los españoles de izquierdas y derechas olvidasen el guerracivilismo y mirasen hacia adelante con ese Pacto Constitucional que Zapatero empezó a minar y ahora Sánchez trata de hacer saltar definitivamente por los aires.

Es verdad que los cerebros de ese milagro que hizo de España una nación admirada en Occidente y en esos otros países que ansiaban la democracia, fueron básicamente otros: Adolfo Suárez y Torcuato Fernández-Miranda. Pero a él hay que reconocerle el mérito de haber elegido a los mejores siendo él a título personal un personaje intelectualmente del montón. En eso consiste muchas veces el mérito de los más grandes estadistas, que sin ser ellos unos genios saben rodearse de mentes privilegiadas para sacar adelante con éxito sus mandatos o sus reinados. No todos los días nace un Churchill, un De Gaulle, un Eisenhower o una Thatcher que no necesitan que nadie les diga lo que hay que hacer porque nacieron con un talento para el mando natural.

La culpa de su elefantiásica corrupción, que con toda seguridad supera los 1.000 millones de euros, es fundamental pero no totalmente suya. Me explico: si los primeros presidentes democráticos, que conocían casi al dedillo sus andanzas con la pasta, le hubieran parado los pies tal vez no estaríamos ahora en esta situación. Pero todos le consintieron que cobrase comisiones hasta por respirar y, al final, ha pasado lo que tenía que pasar. Le dejaban en paz para que él, que mandaba mucho, hiciera lo propio con ellos. Un poco de corrupción se puede ocultar a todos todo el tiempo pero esconderla a todos eternamente cuando es estratosférica resulta física y metafísicamente imposible. Al final la botella acaba reventando.

En la pomada madrileña, en la barcelonesa y en menor medida en la sevillana, valenciana, gallega o vasca, era un secreto a voces el afán patológico de Don Juan Carlos por ganar dinero. No había gran empresario que no hubiera tenido que pasar por caja con la más infantil excusa real. El argumento de los primeros años era tan desahogado como dialécticamente hábil: “Hay que hacerle un capitalito al monarca por si tiene que volver al exilio”. Muchos atendían las peticiones reales porque conocían las estrecheces que había pasado Don Juan, personaje ejemplar en tantas y tantas cosas, especialmente en esa renuncia al trono que le hizo definitivamente grande. Los borbones del exilio tenían dinerito para vivir dignamente pero no para hacerlo como unos reyes. Del capitalito para un posible exilio, el emérito pasó a cobrar a troche y moche, como si no hubiera un mañana. Tampoco ayudó rodearse de nulos ejemplos éticos: Mario Conde, Javier de la Rosa, Zourab Tchokotoua y un largo etcétera en el que no figuran santos varones.

Una trayectoria crematística antagónica a la de su vástago, el monarca más preparado de todos los tiempos. Una verdad esta última que no por cien veces repetida se convertirá en una mentira: los monarcas que le precedieron carecían de su formación multidisciplinar. Tal vez ese adoctrinamiento intelectual y moral ha provocado que Felipe VI no sea un obseso del dinero, de los coches, los yates, los relojes o las casas de megalujo que obsesionan a su progenitor. Lo suyo está más próximo a la austeridad militar que al oropel inherente a los monarcas árabes o asiáticos. Cuando se le avejentan los zapatos, no los sustituye por unos nuevos, cambia suelas y tapas y sanseacabó. Cuando los puños y los cuellos de sus camisas a medida quedan para el arrastre, no encarga unas nuevas, opta por una compostura, es decir, por sustituir puños y cuello manteniendo el cuerpo de la prenda. Jamás verán en su muñeca un reloj de 100.000 euros como hemos contemplado tantas veces a su padre. Tres cuartos de lo mismo hay que decir de la Reina. A un servidor, al que al fin y al cabo llegan antes que a la mayoría esos rumores que suelen ser la antesala de la noticia, jamás de los jamases le han mentado una corruptela de los actuales inquilinos de La Zarzuela. Ni de él, ni mucho menos de ella. Nunca es nunca. Ni siquiera una sola vez. De Don Juan Carlos he escuchado de todo y por su orden en mis 20 años largos de profesión. Informaciones que luego se demostraron ciertas en una proporción de 9 sobre 10.

En el terreno ético, Don Felipe ha salido a su madre, Sofía de Grecia, cuyas raíces germánicas le otorgaron esa austeridad luterana que ha caracterizado sus 82 años de vida. La pena es que el justo que es nuestro actual monarca esté pagando por el pecador que indiscutiblemente ha sido su padre. Y cuando hablo de sus pecados lo hago desde el punto de vista estrictamente pecuniario, a mí sus devaneos sentimentales, como los de cualquier otro personaje público, me importan un comino. No creo que exagere si afirmo que nuestro actual Rey es el jefe del Estado mundial que más respeta la Constitución de su país. Su gran obsesión es no salirse ni medio milímetro de la letra grande y pequeña de esa Carta Magna que se sabe de memoria.

Los hijos no tienen culpa de la maldad de sus padres. Los hijos de Luis Bárcenas no tienen por qué purgar por las corruptelas de su padre, los de Luis Roldán son ajenos al saqueo institucional del ex director general de la Guardia Civil y desde luego Felipe VI no ha participado en ninguna de las ilegalidades del emérito. Esta gran verdad sólo la contradice la famiglia Pujol que, salvo una o dos excepciones, está manchada de cabo a rabo por la sombra de la mangancia. Los hijos hicieron conscientemente de correas de transmisión del latrocinio de su despreciable papá, no en vano, el clan ha acumulado entre pitos y flautas la friolera de 3.000 millones, el mayor botín de corrupción política de la historia de Europa.

Cada uno es un universo aparte. Por eso hay que defender a Don Felipe. Mientras no se demuestre lo contrario, es inocente. Y, mientras tanto, convendría no abocar al abismo a esa monarquía parlamentaria que ha hecho de imparcialísimo árbitro constitucional en los 45 mejores años de una historia que hasta 1977 no era para presumir. Un somero repaso a nuestro pasado permite colegir que nuestras experiencias republicanas han terminado como el rosario de la aurora. Terminó como el rosario de la aurora el Sexenio Revolucionario y la Primera República y terminó como el rosario de la aurora la Segunda República. Lo que funciona, no se toca. Punto. Este axioma anglosajón es infalible. Nuestra democracia y, sobre todo, nuestra sociología, no están lo suficientemente maduras como para efectuar experimentos con champán o como para pasar de un sistema a otro. Por mucho que una República, que se basa en el incuestionable hecho de que la Jefatura del Estado se ha de decidir en las urnas, sea moralmente más justa que una monarquía. Y tampoco dejemos de lado el nada insignificante hecho de que muchos de los países más modernos del mundo son reinos: Bélgica, Holanda, Suecia, Dinamarca o Noruega. A más, a más, hay que subrayar que un cambio abrupto de régimen como el que está forzando el vicedelincuente Iglesias acabaría irremediablemente en un nuevo baño de sangre.

Qué pena que la madre naturaleza no hubiera invertido los términos confiriendo a Felipe VI el papel de padre y a Juan Carlos I el de hijo. Ese pequeño viaje en el tiempo nos hubiera ahorrado más de un disgusto institucional y nos hubiera ahorrado el trago de ver cómo se pone contra las cuerdas a una dinastía maldita. La ética y la decencia se hubieran transmitido generacionalmente. Y, entre tanto, quedémonos con lo que asevera metafóricamente la Biblia ratificando que los delitos no se transmiten genéticamente: “No se dará muerte a los padres por los hijos, ni a los hijos por los padres, sino que a cada uno se le dará muerte por su propio pecado”. Amén.

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