Opinión

El PSOE es un partido soviético

  • Carlos Dávila
  • Periodista. Ex director de publicaciones del grupo Intereconomía, trabajé en Cadena Cope, Diario 16 y Radio Nacional. Escribo sobre política nacional.

Perdón de antemano por esta doméstica y cutre mención imprescindible, creo, para el cronista en la ocasión: a los que llevamos enredados desde hace quinquenios con cantarines percebes en la entrepierna, «éstos», o sea los disidentes dicharacheros del PSOE, ya no nos cazan. Protestan con pellizcos de ursulina y luego se comen invariablemente la soldada del partido. Por colocar un ejemplo histórico: cualquiera que siguiera en la actualidad de la Transición la acometida del PSOE contra la Alianza Atlántica recordará pasajes indelebles de aquella campaña. Fíjense qué perlas: «Es la encarnación del fascismo yanqui», «es una organización imperialista para destrozar a la izquierda» o, en labios del jefe de aquella embestida, Javier Solana: «La OTAN es incompatible con la democracia».

Se gastó aquel PSOE de los primeros años ochenta, el dinero en convencer al español patrio de que nuestro ingreso en aquella Organización que habían promovido Calvo Sotelo y Pérez Llorca, era una apuesta por la reinstalación de la guerra fría en el mundo, una política de bloques destinada a beneficiar a los «buenos», ellos, y a perjudicar a los «malos», nosotros. Se empleó el felipismo a fondo en actos mil, en manifestaciones sin tregua que culminaron en una magna concentración popular en la Universidad Complutense. Presentaron el sarao los más afamados comunicadores de entonces, entre ellos un destacado de la Radio que sin ambages gritó: «¡Esto va de españoles contra los de fuera!». Sin cortarse un pelo.

Todo el PSOE más progresista (entonces ya había robado el término) se puso en primer tiempo de saludo con un lenguaje tóxico inflamado. Otra vez: los «buenos», nosotros; los «malos», ellos. Se gastaron millones de pesetas que nunca se supo de qué bolsillos habían salido y hasta conspicuos periodistas siempre presumiendo de liberales, ordenaron, allá donde tenían predicamento, que «si no puedes escribir contra la OTAN, no escribas».

Transcurrieron tres años y regresaron con la contradictoria consigna: «Si no puedes escribir a favor, no escribas». Sin despeinarse. La historia se la saben hasta los indoctos bachilleres de ahora: Felipe González y su cohorte llegaron al poder, la Unión Europea comunicó que sin OTAN no había Comunidad, y, como un solo hombre, y con casi los mismos dineros que habían empleado en la juerga inicial, el partido del Gobierno, arrebatadamente como si no hubiera existido un ayer, sin otra disidencia que cuatro desarrapados de Izquierda Socialista, se puso al menester: «OTAN, de entrada no y de salida tampoco». El promotor y vocero de la primera campaña fue el gestor de la segunda. Lo hizo tan bien que, poco tiempo más tarde, fue designado secretario general de la Alianza. Con un par.

Cuando los escasos periodistas que poníamos reparos a aquella conversión furiosa hacíamos notar lo estruendoso del viraje, se nos maldecía más que decía: «Es que vosotros aún no os habéis enterado de que nosotros, por encima de todo, tenemos ‘cultura’ de partido, somos del PSOE, pase lo que pase». Todavía tiene este cronista mucha memoria de la confesión de un socialista, miembro de la Comisión de Defensa del Congreso, que nos riñó de esta guisa a tres colegas: «A nosotros nos enterrarán bajo el puño y la rosa».

Y en función de este destino, en lo universal han obrado siempre: desde los tiempos del fundador Pablo Iglesias, pasando por el brutalismo guerracivilista de Largo Caballero, siguiendo por los ricos exiliados que se forraron en México con el oro del Distrito Federal, continuando por la aparente versatilidad de Felipe González, llegando a la peligrosa indigencia intelectual de Bamby Zapatero, y terminando por ahora por el gobernante más felón que haya tenido España desde los tiempos en que Carlos IV y Fernando VII se rindieron en Bayona al gabacho Napoleón.

Estos días, en los que se prepara el asalto al trono histórico de España, abundan (y los cronistas lo celebramos) críticas de personajes, ahora llamados dinosaurios, que desde el PSOE ponen palos a las ruedas de la hecatombe sanchista. Pues bien; no se confíen, son todas alharacas artificiales, maniobras de disfraz y despiste. Dicen y dicen y se lucen con sus diatribas de barbería, pero al final avisan: «Yo no votaré otra cosa que no sea el PSOE». El propio Guerra lo ha dejado como aviso: «No votaré otra cosa que no sea el PSOE». O sea, igual que González, que Almunia, que Belloch y toda la patulea de presuntos aterrados que también, como el ex parlamentario citado, serán enterrados puño en alto.

Y es que, a lo dicho: el PSOE es un partido soviético. El partido por encima de todo y de todos. Sus militantes, incluso los más diletantes, lo definen así: «Tenemos patriotismo de partido». Y claro está: lo envuelven en razonamientos que, encima, huelen más a Marx que el flequillo de Puigdemont a pegamento rancio. Porque su argumento es típicamente soviético: el partido como instrumento para cambiar el mundo. Y ahí cabe todo: los medios más infames, al estilo Sánchez, y los fines más voraces, repugnantes al modo infame de los independentistas. Todo cabe.

Algunos analistas y cronistas políticos son/somos tan ingenuos, tan voluntaristas, tan esperanzados en nuestro angelismo, que nos creemos que esta pléyade de respuestas socialistas que está recibiendo el objetivo único de Sánchez encierra alguna autenticidad. ¡Que no! Todo es secundario. Seguirán las lágrimas de plañideras pero, ¡atención! Al cabo todos a una por la lucha, si no por el destino final: lograr que el PSOE se enclaustre en el que es su fin terminal e histórico, el poder omnímodo sobre todas las cosas. El Poder. O sea, lo propio de un partido soviético. En esta asociación las excepciones brillan por su ausencia, por eso Redondo Terreros ha sido expulsado del corral. Lo demás -el cronista lo lamenta por todos nosotros- son pamplinas de infante con bombachos.