A propósito de Smith
Ortega y Smith, permítanme el copulativo intermedio, es ese personaje bifronte que un día surca aguas del Estrecho de Gibraltar defendiendo su soberanía española y al otro acaba enfrentándose a la Policía Nacional como Marion Cobretti en el brazo fuerte de la ley. El mismo tipo que llevó a los tribunales a los golpistas amigos de Sánchez se comporta con frecuencia como un matón de barrio (justo lo que siempre se critica de la izquierda extremista) donde más decoro y contención debería mostrar. Pero que el envoltorio de la propaganda que consumimos no esconda el presente de la realidad que sufrimos.
Termina el año y, entre discurso y discurso, que no falte la zambomba del zurderío tocando en acordeón su victimismo cotidiano. Definitivamente, el drama queen político se nos ha ido de las manos. Las sufrientes maneras en las que un concejal del progresismo redentor (Eduardo Fernández Rubiño, de Más Madrid) acogió en sesión parlamentaria la airada reacción de su homólogo de Vox, mientras hacía gala de una escenificación goyesca, confirma que a las instituciones ha llegado una generación de cristal que no está preparada para afrontar siquiera una discusión adulta. Se rompen los nuevos portavoces del «sí se puede» con la misma facilidad con la que se quiebra una galleta entre natillas, y es ahí donde se viene abajo, en la fragilidad manifiesta, el negocio de la causita que hasta el momento vienen a representar.
Porque el ofendido Rubiño, que segundos antes ejerció de ofensor a las víctimas del terrorismo, representa como nadie la izquierda inquisidora que hoy capitaliza el desprestigio político e institucional. Enchufado y colocado por su ascendencia paterna en Podemos desde que le salieron los dientes de leche, ha vivido desde entonces de su condición sexual, de la que ha hecho profesión, buscando fascismo en todo aquello que no le gustaba o no entraba en sus cánones blandengues de tolerancia, desde un oponente político hasta la confitura de brócoli. Todo es fascismo para quien la responsabilidad en la vida es una objeción de conciencia innegociable. El ofendidito treintañero, traumatizado por la brutal ventisca de extrema derecha generada por los férreos papeles de Ortega y Smith, considera que la política es el arte de medrar lo posible para vivir de ella hasta el infinito, mientras el pueblo trague con su discurso de minoría perseguida y sin derechos. Él y sus conmilitones llevan tanto tiempo retorciendo el espejo en el que se miran con cada escrache, insulto, escupitajo o alfombra gestual a los ultras de verdad, que en cuanto reciben jarabe democrático se echan las manos al pecho como mater dolorosas.
Y tras el llanto, el velatorio. Todo el zurderío de la causa montando su particular belén navideño de victimismo ante un aspaviento fuera de lugar, tan inoportuno como impresentable, mas una anécdota si se compara con las agresiones, verbales y físicas, acosos, presenciales y virtuales, y amenazas, explícitas e indirectas, que la izquierda guerracivilista lleva desde Zapatero protagonizando en la escena y esfera públicas. De inmediato, el papagayismo mediático y social exige (sic) que el PP condene la acción de los folios movidos por la ira de Ortega y Smith, mientras a continuación ejecutan su pantomima diaria sobre lo generosa que es la democracia por acoger a irredentos no arrepentidos como Bildu, Terra Lliure y los prófugos justicieros del separatismo. Como nadie de la oposición que aspira a gobernar lo dice, lo escribimos aquí: la izquierda no tiene autoridad moral de exigir nada a nadie, ni la izquierda que gobierna ni la que vota, mientras ha aceptado en sus códigos a quienes asesinan, secuestran, delatan, golpean la ley y asaltan todo equilibrio institucional y jurídico.
Se ha escrito mucho sobre la paciencia y no menos acerca de la tolerancia, ese registro cristiano que pondera poner la otra mejilla para recibir con fuego el guantazo redentor de quien considera, como el frágil Rubiño, que la legitimidad del golpe es unidireccional en su blasfema concepción del mundo. La izquierda woke y guerracivilista, tan pagana en España y tan creyente en La Meca, podría empezar a ejercer el cristianismo de la otra mejilla, y pedir perdón por sus pecados cometidos, desde la ofensa constante al diferente hasta el asesinato como arma legitimada para alcanzar sus fines, oprobio histórico que ha manchado de sangre cada una de sus manifestaciones políticas contemporáneas. Estamos en Navidad, no me digan que es imposible.
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