Opinión

Populismo del bueno

El diccionario de la RAE define populismo como tendencia política que pretende atraerse a las clases populares, usado en sentido despectivo. En la dirección de esta definición, para no ser populista habría que definirse como elitista y buscar solamente el voto de la minoría más selecta. Habitualmente decimos que una propuesta política es populista cuando la consideramos demagógica o electoralista, es decir, que se trata de una simpleza que no se puede llevar a cabo o que no serviría para solucionar el problema que pretende arreglar; o bien que no es buena para la sociedad en general, sino solamente para aquellos sectores concretos cuyo voto se pretende atraer.

No es necesario profundizar mucho más para encontrar este tipo de propuestas en todas las campañas electorales de todos los partidos. Para la derecha, la subida del salario mínimo es tan populista como el incremento del sueldo de los funcionarios o las pensiones. Para la izquierda son tan populistas las propuestas de bajadas de impuestos como las disposiciones que pretendan poner freno a la inmigración ilegal. Medidas que, en teoría, pretenden favorecer a las clases más populares y que, por tanto, siempre pueden considerarse electoralistas. Así pues, podemos llegar a la conclusión de que los políticos siempre van a calificar de populistas a todos los que propongan soluciones distintas a las de ellos, algo que, lamentablemente, imitarán los medios de comunicación cuya existencia dependa de su financiación institucional.

El más famoso populista de la historia no es Donald Trump, como muchos podrían pensar, sino que fue Julio César, el dictador de la República Romana, conquistador de las Galias y protagonista del famoso cruce del Rubicón, donde pronunció la inmortal frase «alea iacta est» (la suerte está echada). Julio César era el más destacado miembro de la llamada «factiō populārium», que podría traducirse como partido popular, enfrentado a los elitistas optimates encabezados por Cicerón, quienes representaban a la aristocracia tradicional conservadora. Entre las medidas más reconocibles de Julio César nos encontramos con su costumbre de regalar trigo en Roma a la vez que organizaba grandiosos espectáculos en el Circo Máximo, dando origen a la locución «panem et circenses» (pan y circo). Populismo frente a elitismo están enfrentados desde un siglo antes de Cristo hasta nuestros días de una forma prácticamente idéntica a la actual.

Podríamos decir entonces que existe un populismo bueno, que sería el que pretende defender al pueblo de las élites; y un populismo malo, que serían aquellas tendencias políticas que tratan de atraerse a las clases populares ofreciendo, demagógicamente, soluciones simples pero falsas a problemas reales complejos. La clave estaría, por tanto, en si los problemas se resuelven o no aplicando estas medidas populistas. Veamos algunos ejemplos. Si subimos el salario mínimo y unos años después la sociedad es más pobre porque los precios han subido aún más y el empleo se ha resentido, esa subida es populista. Si limitamos el precio de los alquileres y pasados unos meses se reduce la oferta de viviendas en alquiler y se acrecienta el problema de la vivienda, esa limitación ha sido populista. Podríamos decir, por tanto, que el populismo sanchista es un muy buen ejemplo de populismo nefasto.

Habrá que ver qué ocurre en España cuando se pongan en práctica las propuestas tachadas de populistas porque pretenden poner freno a la inmigración ilegal descontrolada. Tendremos que comprobar cómo evolucionan los índices de violencia, los asesinatos de mujeres, las violaciones, los robos y las okupaciones. Si mejoramos, comprobaremos que este populismo es del bueno y, por tanto, nos habrá puesto en contra de las élites de este nuevo mundo global, multicultural, antioccidental y anticristiano que dicen que luchar contra la inmigración ilegal descontrolada es populismo.