Perdón, impunidad y recompensa

Pedro Sánchez

Indultos inmerecidos, excarcelaciones improcedentes, amnistías, renuncia a la persecución de los delitos, injustos repartos de bienes y prebendas, exigencia desigual de responsabilidades… Muchas de las cesiones a los elementos periféricos del sanchismo son exactamente contrarias a normas concretas de nuestro ordenamiento, y son, además, actos que escapan a la capacidad o a la liberalidad del presidente del Gobierno; su concesión se corresponde, por tanto, con varias o muchas transgresiones a la legalidad.

Aún más, este desprecio a la ley supone una renuncia expresa a los principios éticos y a la secuencia causalista del crimen y del castigo propia de la moral occidental. Porque, antes y después de su incardinación y desarrollo por la ciencia jurídica, han sido la filosofía y la ética quienes definieron el alcance y la consecuencia moral y legal de los actos humanos: las actuaciones buenas son (o deberían ser) legales y merecedoras de premio, y las malas son ilegales y exigen un castigo.

El sanchismo vuelve entonces a una ejecutoria ilegal y moralmente inaceptable. Si ya otorgó un perdón inmerecido (por muchos motivos, pero especialmente por la falta de arrepentimiento) se encamina irremediablemente a la asunción fáctica de la impunidad de distintos actos ilegales e, incluso, a la asignación de diferentes recompensas a las personas que los realizaron.

Siendo esto tan evidente para cualquier persona con una mínima formación jurídica y una mínima conformación del sentido común, ocurre, sin embargo, que todos los protagonistas de este aquelarre legal y moral encuentran esta situación perfectamente normal; alegan funcionalidad y utilitarismo, ya que no pueden reconocer que la única justificación son sus bastardos intereses.

En la obra Crimen y Castigo de Fiódor Dostoyevski su protagonista provoca un debate sobre la ética utilitarista en las sociedades modernas, planteándose la aceptación de actos ilícitos si son realizados en la persecución de un supuesto bien mayor. Sánchez ni siquiera tiene que resolver ese dilema; él encarna el espíritu del Raskólnikov que en la primera parte de la novela siente que forma parte del grupo de los hombres superiores. Esos que saben que están «llamados a fundar nuevas épocas y valores», lo que conjunta con su «carácter soberbio y un orgullo anguloso». ¿Les suena de algo?

Como decía, el sanchismo es completamente refractario a estas reflexiones. Y no sólo sus actores, sino todos los que lo apoyan. Efectivamente, todos los que votaron a Pedro Sánchez en las pasadas elecciones eran conscientes de que, si los números daban, se formaría un nuevo Frankenstein mediando los correspondientes chantajes. Por eso extraña que ahora, cuando se determina el coste que se debe pagar para concretar su formación, se produzcan velados o explícitos reproches a la irresponsabilidad de esos votantes.

No procede esa actitud moralizante y es inútil afearles su elección, ya que todos eran conscientes del precio y todos lo habían asumido sin ningún rubor. La izquierda en España puede ser diversa en su profundidad ideológica, pero es homogénea en su profundo sectarismo; y eso significa que, como un solo Fausto, siempre está dispuesta a vender su más o menos negra alma a la derrota del adversario de derechas. Intentar provocar arrepentimiento postrero es un estéril ejercicio de melancolía.

No por eso, sin embargo, hay que dejar de señalar la gravedad y lo oneroso que es el precio que se paga, pero, siendo los destinatarios de esa alerta todos aquellos que forman parte de la tibia y blanduzca sociedad. No es, repito, para la izquierda militante y votante, sino para todos los que por apatía, conformismo o desinterés no son conscientes de las consecuencias de lo que esa izquierda está realizando.

Sin moral no hay ley justa, y sin ley no hay democracia; y aún peor es la ley retorcida o reinterpretada para aparentar su correcta aplicación. Y por eso la recompensa a la deslealtad, al supremacismo, a la mentira y, en definitiva, a la inmoralidad y la ilegalidad ha abierto una profunda grieta en el andamiaje del régimen democrático español. Quizá seamos unos obtusos y estemos equivocados, y el lugar adonde nos llevan no sea necesariamente peor, aunque es difícil que sobre la desigualdad que supone la impunidad del delito se consolide una convivencia pacífica y estable; y desde luego será un lugar que no se regirá por la moral y el imperio de la Ley.

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