Opinión

Un nuevo ‘Manifiesto de los persas’

  • Pedro Corral
  • Escritor, historiador y periodista. Ex asesor de asuntos culturales en el gabinete de presidencia durante la última legislatura de José María Aznar. Actual diputado en la Asamblea de Madrid. Escribo sobre política y cultura.

Se suele decir que los pueblos que olvidan su historia están condenados a repetirla, o que la historia es maestra de la vida, aunque hay pueblos que se obstinan en no aprender nada y les encanta repetir los mismos errores por puro masoquismo. Pero no me interpreten mal, no estoy hablando de España porque ya hace tiempo que hemos decidido no tener historia, no poseer nada que olvidar o de lo que aprender.

Nos tratan de embarcar desde hace años en un proyecto auténticamente nihilista, con un progresivo vaciamiento de todo aquello que permite a una sociedad convivir en un mismo espacio, compartir unos anhelos, marcar unos objetivos, garantizar un futuro para las generaciones siguientes.

Nos quieren reducir a un marasmo de complejos, culpas y remordimientos a cuento de ser sencillamente españoles, como si por continuar el camino de nuestros abuelos y nuestros padres, como ellos prosiguieron el de quienes los precedieron, tuviéramos que pedir permiso o pagar peaje a quienes nos odian tanto como a sí mismos, pues ellos también son españoles.

Todo es dispersión, anulación, negación, división, condenación de lo que pueda alentarnos a mirar positivamente las fuerzas y potencias de nuestra nación. Suele decirse que es más lo que nos une que lo que nos separa, pero van consiguiendo que cada vez estemos más de acuerdo en lo que nos separa y más en desacuerdo en lo que nos une.

Convierten las ilusiones de unos en amenazas para otros; hacen de los éxitos armas arrojadizas, no digamos de los fracasos; utilizan la diversidad para imponer la uniformidad; reescriben el pasado para que recordemos lo que nunca sucedió; y diseñan un presente en el que la discordancia con el poder sea tenida por antidemocrática y la sumisión por democrática.

A esta incertidumbre de fin de época, se une la certeza aún más inquietante de que han convertido de la noche a la mañana a la Constitución y nuestras leyes en vacías carcasas, desactivadas sus virtudes garantistas de las libertades ciudadanas, la igualdad ante la ley, la separación de poderes y la prohibición de la arbitrariedad de los poderes públicos.

En definitiva, vaciadas de todo aquello que representa el compromiso de nuestra sociedad con los valores superiores de la democracia, frente a los atropellos de un poder oscurantista que designa con su dedo pulgar, hacia arriba o hacia abajo, la suerte penal de los mortales a su capricho y conveniencia, por encima de los jueces designados para garantizar el cumplimiento de las leyes democráticas que nos hemos dado.

Nos quedan, para exclusivo estudio de los paleontólogos constitucionalistas, los restos fósiles de un Estado de Derecho desarticulado bajo el aluvión del oportunismo cortoplacista, el estrecho interés de partido, la ciega ambición personalista y la ansiedad por renovar un nuevo mandato por temor a pasar por las horcas caudinas de quienes pudieran verse privados de las decenas de miles de nóminas y subvenciones públicas dependientes de él.

Nos hemos cansado de reclamar sentido de Estado a quienes no tienen otra meta que hacer que el Estado no tenga sentido. Pero el cierre forzado de la etapa de la España constitucional, en la que mayor libertad, prosperidad y paz hemos gozado los españoles, aun a pesar de las cruentas violencias que los hoy socios del gobierno promovieron o justificaron para destruirla, no es el precio que el sanchismo está dispuesto a pagar para mantenerse en el poder cuatro años más.

El sanchismo no va a pagar nada, lo vamos a pagar todos. Ese precio no es otra cosa que el resultado de sumar el coste del proyecto autocrático de Pedro Sánchez y el coste de la demolición de la España del 78 perseguida desde hace tiempo por sus aliados.

Cuando Conde-Pumpido habló de arrastrar las togas por el polvo, nunca dijo que en realidad se refería al polvo que se levantará de las ruinas del único edificio constitucional que, aun imperfecto, ha garantizado durante más de cuatro decenios a los españoles la vida en común, el progreso y la convivencia, bajo derechos y libertades comunes.

A eso fue el lunes a Bruselas el mandado de Sánchez. No sólo a rendir pleitesía a Puigdemont, sino sobre todo a entregarle, en trueque a su apoyo en la investidura, la certificación del derrumbe de la España constitucional que legítimamente le mantiene procesado por delinquir. Al lado del prófugo estaba Jordi Turull, condenado por delitos de sedición y malversación, que fue finalmente indultado por Sánchez en 2021, como prueba de que la palabra del líder puede valer acaso un céntimo cuando le interesa.

La reunión se desarrolló bajo la imagen grotesca, que pretende ser épica, de unos individuos que alzan una urna parecida a una papelera en el golpe de Estado del 1-O, toda una metáfora de la degeneración democrática y toda una humillación, la enésima, pero no la última, para los próceres sanchistas.

Cada momento histórico tiene o puede tener un manifiesto. El de ayer fue la nota de prensa que el PSOE difundió sobre el encuentro de sus recaderos con Puigdemont. No sé por qué histórico automatismo pensé en el Manifiesto de los persas, con el que setenta diputados reclamaron en 1814 a Fernando VII que reinstaurase el absolutismo contra la Constitución liberal de 1812, que las Cortes de Cádiz habían aprobado bajo la invasión francesa.

La nota de prensa del lunes contenía también en su estudiada insustancialidad su carga abolicionista contra la Constitución de 1978. Sencillamente por el solo hecho de llamar «president» a un prófugo de la Justicia. Hace falta mucha sutileza para emplear esa expresión. No era mera adulación a una persona para la que la Fiscalía pidió en julio una orden de busca y captura, cuando la amnistía estaba ya a punto de eclosionar como mentira en la incubadora que no cesa de Sánchez.

Otorgar a Puigdemont la condición de «president» significa invalidar el orden constitucional que, en defensa propia, en defensa de todos, lo declaró procesado en rebeldía por graves delitos contra las libertades y derechos democráticos de los españoles. Ni una puntada sin hilo.

La escena del lunes tenía la pesante atmósfera de una tarde de tormenta, con la imagen de la supuesta urna cerniéndose como un nubarrón sobre los presentes, en especial sobre los recaderos de Sánchez. Era todo un cuadro digno de los pinceles expresionistas del Goya de las pinturas negras, quien seguramente habría retratado bien los efectos siniestros de esa escena, como calibró entonces los que tuvo para su vida la felonía del Deseado, al traicionar por dos veces el espíritu de los patriotas de Cádiz.

Sí, siempre nos quedará el Museo del Prado como suprema lección, con sus lienzos desbordantes de vidas, con sus personajes de toda condición, tan poderosos algunos en su tiempo y tan efímeros en sus ambiciones como en sus hazañas, sus derrotas o sus traiciones, mientras la nación prevalece, siempre prevalece.