¡A la ‘miegda’ Alvise!
Les contaré, de entrada, una anécdota deportiva o antideportiva, como quieran, ocurrida hace bastantes años. Un sucedido que se hizo recurrente y que viene al pairo de la última fechoría de Alvise, nacido Luis Pérez Fernández.
Pasaba que en todos los torneos de baloncesto, que por entonces se jugaban por Europa, la selección de Polonia, fuertemente apoyada por su régimen soviético, se convertía en un obús para la nuestra, para la española; nos ganaban y con poca decencia, porque por entonces los equipos del llamado Telón de Acero dominaban la burocracia del cotarro.
Un dirigente español, francés de extracción y judío también de origen, Ramundo Saporta, Relaciones Públicas del Banco Exterior de España, llegó a la Federación hispana desde la Vicepresidencia del Real Madrid, puesto que compatibilizaba, y sentenció: «Esto se tiene que terminar». Y, ¡vaya si lo terminó!
Ideó un sistema, una trampa que hizo legislatura tanto en el baloncesto como en el fútbol: la martingala de las bolas. Se celebraba el sorteo correspondiente y la bella azafata de turno, previamente engrasada por Saporta, tanteaba las bolas, buscaba las frías que habían permanecido en el frigorífico un buen rato y gritaba: «¡Polonia!». Y a continuación: «¡Unión Soviética!».
Saporta, la primera vez que acudió a su fraude, imperturbable en el salón correspondiente, no pudo frenar su alegría en el trance y se despachó así ante el asombro de los concurrentes: «¡A la miegda polacos!», con «ge» porque el sagaz directivo hablaba con un indisimulable frenillo gutural.
Curiosamente el ardid permaneció operativo casi un lustro y la trampa duró hasta que Polonia organizó el Campeonato de Europa en Wroclaw, su ciudad. Carmelo Cabrera, el prestidigitador canario del basket sentenció: «Se nos ha acabado el chollo». Y se acabó.
Ya le perdonarán al cronista esta licencia histórica pero, curiosamente, es la que se aposentó en mi cabeza el día de la semana pasada en el que conocí como todos los españoles -incluidos los 800.000 paseantes que le votaron para Europa- que el tal Alvise, nacido Pérez Fernández -como aquel novelista erótico al que Franco persiguió como si se tratara del ayudante del comunista Lister- era un golfo fiscal que, además, presumía de ello hasta el punto de llamar a sus convencinos españoles a la rebelión fiscal. Como él.
En principio, el delito -¿por qué presunto?- del facineroso monologuista cayó en gracia, sobre todo en el muy grande contingente de contribuyentes españoles a los que Hacienda expolia sin piedad. ¡Qué decir de los ejecutados vilmente por aquel ministro socialista de Rajoy, de apellido Montoro, que desfalcó caprichosamente a quien le vino literalmente en gana, con tal, eso sí, de que fuera decente y no un comprobado evasor del Fisco!
Pero, ya más en serio: lo de Alvise carece de cualquier brizna de humor. Es un tipo que se ha saltado a la torera las normas electorales que prohiben donaciones no particularizadas, que ha cobrado en negro -más negro Vinicius (describirlo así, que no pasa nada)- y que ha realizado una campaña con dinero de unos perdularios que, a cambio, le pidieron influencia en los lobbies de Bruselas, lo cual, dicho sea de paso, es risible.
Porque, ¿alguna vez se creyó su patrocinador Romillo que a la capital de Europa llega un tonto del haba ibérico y ata los perros con longaniza? Bobo. Pero es igual el resultado; lo básico es que por primera vez, que se recuerde, un candidato forja sus apariciones públicas con euros suministrados por otro colega forajido. Digo por primera vez, aunque seguro que ha habido otras sin demostrar. Ahora el sucedido se encuentra en la Fiscalía del Tribunal Supremo que analiza si la trapisonda de Alvise es digna de elevarla a la Sala II, Presidencia aún de Manuel Marchena, por si esta denuncia puede ser calificada, por lo menos, de delito electoral. Y en consecuencia, con Alvise a la calle.
Hablando con fuentes del Supremo, siempre identificadas como serias, lo que parece que se le viene encima al jocundo engañabobos Alvise (en este país hay más de 800.000, desde luego) es un próximo requerimiento de nuestro Alto Tribunal para que el Parlamento de Bruselas asegure su condición de eurodiputado. Si es así, lo cual es obvio (tiene tres escaños allí) se activará el consiguiente suplicatorio y Alvise y alguno más de su cuadrilla serán juzgados por el delito antes mencionado.
Y, claro: llegado ese momento, ¿las gracias de Alvise se terminarán de inmediato? Pues, ¿qué quieren que les diga? El contingente de tontos de este país nuestro no cabe juntos en toda la Meseta castellana y aún quedará alguno de estos jaleando las provocaciones de Alvise, pero ¡ojo!, el porvenir de éste se halla más en cualquier penal que en mítines cualesquiera en plazas públicas.
Así debería ser para que, de una vez por todas, el electorado español aprenda a desdeñar a bultos de opereta bufa, tipo Ruiz Mateos y más recientemente, aunque ya lejos, Jesús Gil y Gil. Son señuelos demagógicos que, de común, logran sus objetivos individuales y se olvidan de las comparsas que les han llevado a cuestas.
Ahora, además de Alvise, pulula todavía por Waterloo otro desnortado como Puigdemont que ha sido expulsado del Parlamento de la Unión, el destino que, con certeza, correrá el citado Alvise. Díganme, este individuo, ¿qué de nuevo ha traído a la política española? Nada: lo mismo que prometieron los leninistas de Pablo Iglesias acostados en la Puerta del Sol de Madrid, y ahora este Alvise que llama a la insumisión general para disfrazar sus propios pecados.
Por todo esto, hay que decir: ya nos vale, ya estamos vacunados contra esta jauría de predicadores que, encima, se mofan de las normas democráticas de un Estado de Derecho. Si fuéramos muy aldeanos, que no lo somos infortunadamente, terminaríamos emulando el alarido de Saporta: «¡A la miegda polacos!». Para el caso que nos ocupa: ¡A la miegda Alvise!, mejor con erre de réprobo. Háganme el favor: miren ustedes en el pertinente diccionario de sinónimos. Cualquier acepción le cuadra a Alvise, el protegido de Pedro Sánchez.
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