Justin Trudeau y el espejo español: el ocaso de los líderes ‘woke’
Justin Trudeau, el eterno niño bonito de la política mundial, ha decidido que es hora de dejar la fiesta antes de que alguien apague las luces. Su dimisión como líder del Partido Liberal este lunes, tras años de promesas luminosas y resultados oscuros, marca el naufragio definitivo de un barco que zarpó con banderas progresistas pero encalló en los arrecifes de la realidad.
Trudeau, el príncipe de los selfies y los discursos almibarados sobre el clima, la igualdad y la inclusión, deja tras de sí un legado que bien podría resumirse en una línea de Instagram: mucha pose, poca sustancia. Y aunque su caída se escenifique en Ottawa, las ondas sísmicas de su despedida llegan con fuerza a La Moncloa, donde Pedro Sánchez, nuestra versión cañí de Trudeau, debería estar mirándose al espejo con creciente inquietud.
La renuncia de Trudeau no es un caso aislado, sino un capítulo más en la novela negra que escribe el progresismo global. A principios de 2023, Jacinda Ardern dejó el poder en Nueva Zelanda argumentando “agotamiento” tras darse cuenta de que el brillo de sus discursos ya no cegaba a sus votantes. Poco después, en abril de ese mismo año, Sanna Marin, la ex primera ministra finlandesa, renunció a liderar su partido tras una derrota electoral que reflejó el descontento ciudadano ante las promesas incumplidas y la desconexión con las preocupaciones reales.
Más recientemente, en noviembre de 2024, Joe Biden y Kamala Harris sufrieron un duro revés en Estados Unidos, perdiendo bastiones clave y evidenciando el creciente descontento con su administración. Ahora, en Alemania, Olaf Scholz y los socialdemócratas enfrentan elecciones anticipadas en febrero, en lo que se perfila como otro descalabro histórico. Trudeau es solo el último en caer, pero el mensaje es claro: las narrativas cosméticas están agotadas.
En España, Pedro Sánchez observa cómo este terremoto ideológico sacude las bases de su discurso. Porque, no nos engañemos, Sánchez siempre quiso ser Trudeau con acento castizo. Los mismos gestos grandilocuentes, los mismos discursos que llenan titulares pero no estómagos, y la misma obsesión por la imagen como sustituto de la gestión.
Trudeau hablaba de justicia climática mientras los canadienses sufrían los efectos de una crisis energética; Sánchez presume de justicia social mientras las familias españolas soportan alquileres y precios de la vivienda imposibles, facturas de la luz que baten récords y precios de alimentos que harían palidecer a un menú de restaurante de lujo. Ambos vendieron el progresismo como un espectáculo visual, pero olvidaron que los ciudadanos no se alimentan de filtros de Instagram ni hashtags en trending topics.
La dimisión de Trudeau llega en un momento crítico para España, donde la situación económica y social refleja una versión ampliada de los problemas canadienses. Si Canadá lidia con una crisis de vivienda insostenible, España no se queda atrás: la posibilidad de acceder a una vivienda digna se ha convertido en un lujo reservado para unos pocos. Mientras Trudeau enfrentaba críticas por una inflación que asfixia a la clase media, Sánchez debe lidiar con un paro juvenil que sigue siendo uno de los más altos de Europa, una presión fiscal que aprieta el cuello de autónomos y asalariados, y un rosario de casos de corrupción que rodean al Gobierno y al PSOE como buitres sobrevolando un festín.
La caída del primer ministro canadiense no solo pone en evidencia el fracaso de su modelo, sino que refuerza el auge de las alternativas conservadoras. En Canadá, Pierre Poilievre, líder del Partido Conservador, ha captado el descontento ciudadano con un mensaje pragmático que conecta con las preocupaciones reales de la gente. En España, el PP y Vox están siguiendo una hoja de ruta similar, capitalizando un hastío generalizado hacia un gobierno más preocupado por contentar a sus socios independentistas que por solucionar los problemas de la gente. La cuestión no es si Sánchez terminará como Trudeau, sino cuándo.
Mientras tanto, el presidente español parece confiar en su narrativa, como si el espejo canadiense no le devolviera una imagen inquietantemente familiar. Trudeau creía que podía bailar en un concierto de Taylor Swift mientras Montreal ardía en disturbios; Sánchez parece pensar que puede prometer justicia social mientras las sombras de la corrupción y la desconexión con los ciudadanos se ciernen sobre su gobierno. Ambos han construido su liderazgo sobre una desconexión que, tarde o temprano, pasa factura.
En última instancia, la dimisión de Trudeau no es solo el fin de un mandato; es el síntoma de una crisis global de la izquierda, atrapada entre discursos del siglo XX y demandas del siglo XXI. Si Trudeau ha caído porque los canadienses dejaron de creerle, su alter ego folclórico debería preguntarse cuánto tiempo más podrá sostener un relato que, cada vez más, los españoles perciben como hueco. Porque la historia tiene un extraño sentido del humor: mientras unos hacen piruetas con las palabras, otros están ocupados escribiendo el epílogo de sus carreras. Y ese epílogo podría estar más cerca de lo que imagina Sánchez.