De jardines y chimeneas

El pasado sábado estuve invitada a una finca gaditana que tenía una espléndida viña. El generoso almijar para solear la uva puesta en redores lindaba con el lagar para pisarla. El fogarín donde vivían los trabajadores tenía paredes encaladas y cubierta de tejas a dos aguas. Una capilla de ábside semicircular terminaba de formar este anexo. Me lo mostró orgulloso su dueño, un señor que, a pesar de no tener ni una gota sureña en sus venas, dominaba todos los protocolos, formas y tics del señorito andaluz. La finca es una herencia de su mujer, por la que sí corre sangre gaditana; una mujer de extremada pulcritud y prudencia, además de bellísima.
Celebraba un almuerzo prenavideño para algunas personas muy escogidas, con el fin de agasajar a unos ilustres invitados franceses que conocen de sus veraneos en la costa azul. Las conversaciones se desarrollaban en inglés. Pueden imaginarse que todo fue muy sweet, muy lovely. Se habló mucho de vinos, como era lógico, de caballos, de tradiciones, de Fabiola de Bélgica, que era familiar de uno de los presentes, y de negocios. Hubo mucho double meanings: sátira, ironía, sarcasmo, mucho humor, risas francas; buenos y lúcidos cerebros sentados en una misma mesa al solecito un mediodía otoñal en un sureño jardín paradisíaco.
Terminado el postre, la anfitriona nos invitó a tomar el café junto a la chimenea, así que todos entramos en el acogedor salón principal y nos sentamos rodeando las llamas. Se estaba produciendo progresivamente una entrega física y espiritual de todos los presentes a la causa, que no era otra que hacer de ese momento un recuerdo entrañable e inolvidable, ¿a qué otra cosa honorable se puede aspirar en estos casos? Uno de los presentes, el más longevo de todos nosotros, contó sus paseos por la playa con Brigitte Bardot y sus perros. Otro le quitaba la palabra para criticar la reducción de las secciones taurinas en los periódicos. De nuevo, volvía a ser interrumpido por otra invitada que reflexionaba sobre el significado de los ojos legañosos de los caballos.
Brandy, Coñac, Bourbon, Bayleys, Vodka… la tarde comenzaba a subir de temperatura. Los cachetitos se nos estaban poniendo cada vez más rojizos, las manos calentitas. ¡Más leña, por favor! Uno de nosotros, que estaba empezando a estar graciosamente perjudicado, cogió los periódicos que había sobre la mesa y los tiró con saña al fuego. «¡Esto es lo más útil que pueden hacer estos panfletos llenos de sandeces, plumas débiles y anhelos frustrados! Dadnos calor». Las carcajadas sonaron por toda la provincia de Cádiz, hasta en Sevilla me dijeron que se habían oído. Apareció el hijo mayor de los anfitriones con una guitarra y ya se terminó la conversación: el arte tomó otra forma. Qué magia tuvo ese momento.
Y el final de la velada pues ya se lo pueden imaginar; y, si no se lo imaginan, pregúntenme y se lo cuento la semana que viene. Este texto no es sólo la narración de una divertida jornada campestre, no soy tan básica, señores y señoras. Hay algo detrás que voy a señalarles, por si no han caído en la cuenta. Lo mejor de toda la jornada fue que nadie, nadie, nadie, nadie sacó el tema de la política. Nadie tuvo tan mal gusto, todo fue exquisito precisamente por eso. Hablar de política es una vulgaridad inconcebible en jornadas como ésta. Ni siquiera soslayarla como alternativa pasajera. Certezas, quimeras, candores, pureza y gracia, mucha gracia (de la de reírse y de la espiritual). Nada más.