Gansterismo español

Pedro Sánchez

Había dos bandos bien definidos: los dry (secos) y los wet (mojados). Peter Al Capone, en las sobremesas en casa de su mujer, aprendió mucho de su suegro sobre negocios. Debió tomarle verdadero afecto, a juzgar por algunas manifestaciones posteriores: «Yo veía en mi suegro a mi preceptor. Fueron su magisterio y su amistad los que hicieron posible que iniciase mi carrera». Los negocios de los que aprendió eran el contrabando de bebidas alcohólicas, la regencia de locales de prostitución y la organización de guardaespaldas y matones a sueldo. Por las noches, Peter copiaba a trozos su tesis doctoral. La ambición era su norma de comportamiento.

El joven tenía madera de gánster de altura. Fue asumiendo progresivamente áreas de poder más extensas y, con gran audacia, iba comprando a algunos hombres de la política y las administraciones locales. Ni la policía ni los jueces le inspiraron nunca temor. Se cuidó en todo momento de que su vida fuera bien protegida. La facilidad innata que tenía para alcanzar el éxito era tan grande que atraía a cualquiera que cojeara en moralidad. El reinado de este nuevo hombre tan brillante como depravado iba en aumento. «Puede que no tenga mucho seso, pero carece de escrúpulos y sabe ganarse al pueblo», se oía por los pasillos del Congreso.

Con el paso de los años, el Gran Pet, como era ya conocido, fue eliminando de la jerarquía a todos los que no hicieran gala de su estilo de trabajo limpio, y fue colocando en su lugar a otros de confianza. Su plan de trabajo no era muy original que digamos: se trataba de robar, ayudado por su cohorte, cualquier cosa que se ofreciera como presa fácil. Las escoltas de sus convoyes eran aniquiladas si ofrecían resistencia. Junto a las artimañas propias del gansterismo aprendido en casa de su pichona, iba haciéndose igualmente un experto en la otra actividad fundamental del hampa en los poderes del Gobierno español: la extorsión.

Después de seis años instalado en el poder, sin ningún criterio razonable en su trayectoria, a mediados de la década de los veinte, empezaron a ocurrir algunas consideraciones de interés. La oposición al poder decidió que ya había pruebas suficientes para demostrar la prevaricación, malversación y tráfico de influencias del Gran Pet. Su hermano Deivid había volado alto musicalmente, siempre es bueno tener un artista en la familia. Su mujer, la hija de su maestro en el gansterismo, era también experta en la corrupción de negocios y la apropiación indebida. En este caso, ella buscaba el prestigio que nunca obtuvo de niña, daba igual si éste se apoyaba en una falsedad, también lo era su aspecto físico y a su marido le gustaba.

La situación se fue agudizando. La tesis que el matrimonio defendía -ellos, tan expertos en excelencia académica (véase la ironía)- llevaba como estructura central aquello de que «en el país de los ciegos…». Era admirable la capacidad del círculo de poder del Gran Pet de mentir sin pestañear. Prácticamente, todos los gansters de mediano nombre trataron de arrimarse a Peter Al Capone: Armengol, Ábalos, Aldama, Torres, etc.

Viendo cómo se iba cerrando el círculo y las posibilidades de una defensa digna y creíble, otro célebre gánster argentino le preguntó:

-¿Qué es lo que va a hacer usted ahora?

Su respuesta fue serena:

-No derrumbarme. Soy el último soldado defensor de un gran reino.

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