España seca
«Querido abuelito: ayer vino el Rey. Lo que más me gustó es cuando se veían muchísimos automóviles por la carretera, y cuando se paraban y toda la gente bajándose. Pusieron una bandera española muy grande en lo de arriba del pantano. La balsa está muy bonita. En Requejada gritaban los obreros: ¡Viva el Rey y todo el acompañamiento! Te abraza tu nieto, José Luis».
Esta breve nota la escribió mi padre con 6 años, a modo de crónica de la inauguración el 4 de agosto de 1930 por Alfonso XIII del embalse del Infante Don Jaime, hoy llamado de Ruesga, y su visita a las obras de la presa de Requejada, en Cervera de Pisuerga (Palencia). Hijo de ingeniero de Caminos, destinado precisamente en las obras del embalse de Ruesga, quizá ya entonces mi padre aventuraba su vocación pues, eligiendo la profesión de su antecesor, se dedicó muchos años a la construcción de pantanos en el Ministerio de Obras Públicas.
Me es imposible en estos tiempos no acordarme del trabajo de mi padre a pie de obra. En un país que necesita acumular y retener este preciado y escaso bien, es natural la suspicacia ante la fiebre destructora de presas por parte del Gobierno de Sánchez, sobre todo en estos años de sequía, especialmente si se compara con la escasa voluntad de construir para el futuro soluciones que palien eficazmente los efectos de los años hidrológicos más secos.
Pronto se cumplirán veinte años de la derogación fulminante por Rodríguez Zapatero, para satisfacer a sus socios nacionalistas, del Plan Hidrológico Nacional aprobado por Aznar, que obtuvo el apoyo del 80% del Consejo Nacional del Agua e incluía el trasvase del Ebro. Un plan de luces largas que el PSOE sustituyó por otras medidas que en algunos casos han suscitado la atenta vigilancia de la Justicia, como está ocurriendo con la sociedad pública Acuamed, con 42 personas procesadas recientemente por presunta corrupción en la adjudicación de obra pública hidráulica.
Son veinte años de parón en seco, nunca mejor dicho, de un plan nacional, con sus correspondientes fondos europeos perdidos, que habría garantizado la continuidad de un compromiso que durante más de un siglo ha ayudado a la cohesión y el progreso de territorios y poblaciones. En España el tema del agua era de los pocos, por no decir el único, en que había acuerdo por encima de colores políticos, incluso de regímenes. Es lo que hoy la España seca vuelve a pedir: una política hidrológica que no esté sometida al albur de los cambios de Gobierno.
La modélica Ley de Aguas de 1879, aprobada con Alfonso XII, se mantuvo contra viento y marea hasta 1985, en el reinado de su bisnieto Juan Carlos I. Pero más allá de la normativa, las obras hidráulicas en España, al menos desde los años veinte del siglo pasado, han seguido un mismo trazado por encima de monarquías, repúblicas y dictaduras, e incluso de una contienda civil.
Invito al lector a buscar el origen del embalse de Cíjara, entre Cáceres y Badajoz, una de las obras del Plan Badajoz que impulsó Franco en el río Guadiana, inaugurado en 1956. Sólo una paciente inmersión en las hemerotecas le llevará a descubrir que quien comenzó las obras de Cíjara fue el socialista Indalecio Prieto, ministro de Obras Públicas durante la Segunda República, en 1933. Pero si el lector pasa un poco más hacia atrás las hojas del calendario, sabrá que ese embalse en el Guadiana estaba proyectado desde 1902 en el Plan Gasset bajo la monarquía alfonsina.
Otro ejemplo: el pantano de Camarillas, en el río Mundo (Albacete). Franco lo inaugura en 1963 con acompañamiento de las cámaras del NO-DO. Pero lo que inaugura es sólo una reforma y ampliación: el primero que cortó la cinta en aquel embalse fue el primer presidente de la Segunda República, Niceto Alcalá-Zamora, inaugurando en 1932 su proyecto original. Proyecto concebido, una vez más, bajo el reinado de Alfonso XIII.
Detrás de esta continuidad hay un nombre clave: Manuel Lorenzo Pardo, ingeniero de Caminos, que ideó las Confederaciones Hidrográficas, creadas en 1926 durante la etapa del conde de Guadalhorce como ministro de Fomento, bajo la dictadura del general Primo de Rivera. Depurado con la llegada de la República, Indalecio Prieto recuperó a Lorenzo Pardo a finales de 1931 como director de planes hidráulicos y después como responsable del Centro de Estudios Hidrográficos. Suyo es el Plan Nacional de Obras Hidráulicas de 1933, que incluía el trasvase Tajo-Segura.
Señalado al comienzo de la Guerra Civil como enemigo del régimen republicano al publicarse en la Gaceta de Madrid su cese por Azaña como desafecto, parece que su superior Prieto reaccionó como la estatua que tiene hoy en Nuevos Ministerios ante la amenaza cierta a la vida de su brillante subordinado. Lorenzo Pardo tuvo que buscar protección en la Embajada de Chile, logrando refugiarse después en Francia. Franco le reincorporó a Obras Públicas e hizo suyo en buena parte su plan republicano a partir de los años 40, aunque lo relegó en su ejecución.
«¡Agua y pan!», gritaban multitudes de campesinos en los pueblos de Andalucía, al paso de la comitiva del ministro Prieto, en su viaje a la región en 1932, en plenas turbulencias sociales por el hambre y la carestía. Hoy, aun en distintas circunstancias, no se vislumbra una acción unitaria -como lo es, por cierto, este recurso, unitario- de toda la nación ante el colosal desafío que plantea la escasez de agua.
«Hemos venido a continuar la Historia de nuestra nación», dijo alguna vez Aznar, recordando a Cánovas del Castillo. En pocas realidades se hace más patente ese compromiso que en el afán de impulsar una política del agua que garantice, solidariamente, la vida de la nación en el más amplio y profundo sentido.
Ya lo dijo en 1930, con la inocencia de su edad, aquel niño de 6 años, mi padre, ante la visita del Rey a Cervera de Pisuerga para inaugurar el pantano de Ruesga que había ayudado a construir su progenitor, como él haría más adelante con otros embalses: «Pusieron una bandera española muy grande en lo de arriba del pantano. La balsa está muy bonita».
La vida con la Historia, en paz, a solas, lejos, como escribió Cernuda.
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