Las empresas o cómo echar margaritas a los cerdos
Cuando te has criado a los pechos de la doctrina marxista es imposible entender en qué consiste una empresa. Por ejemplo, la vicepresidenta Yolanda Díaz está convencida de que el fin de las compañías es atracar a los consumidores y exprimirlos al máximo en busca del mayor beneficio posible. Pero esta es una concepción no sólo equivocada sino falsa. Ahora que la discusión del país está centrada en la explosión del precio de la cesta de la compra, conviene recordar que los márgenes con los que operan las empresas de distribución son muy estrechos, que apenas llegan al 3%, y que si pese a todo hacen un buen negocio es debido al volumen de mercancía que venden. En eso reside el secreto de su éxito, en ofrecer grandes cantidades de productos a bueno precio y con el mejor servicio posible. No hay otro sector en la economía que sea más competitivo, y esto es un elemento disuasorio fundamental contra los márgenes exagerados, pues el consumidor español tiene todas las posibilidades de elegir y de cambiar de un suministrador a otro buscando la mejor relación calidad precio.
La crisis económica que padecemos ha alimentado la serpiente, en este caso de otoño e invierno, sobre que las empresas se están forrando de manera despiadada y aprovechando la situación de debilidad de los consumidores para llenar sus arcas sin medida también en perjuicio de sus trabajadores, a los que explotan sin compasión. Pero las cifras no sostienen precisamente esta clase de afirmaciones. Los últimos datos conocidos demuestran que los costes laborales unitarios de las empresas -que incluyen los salarios, las cotizaciones sociales más otras retribuciones en especie y costes añadidos impuestos por el gobierno más intervencionista de la historia- están subiendo a un ritmo del 4%, por encima de los ingresos de las compañías, que aumentan en términos agregados un 3,7%.
Es verdad que los salarios se están incrementando menos que la inflación -en estos momentos por encima del 6%- pero así debe ser si queremos evitar que la presente espiral alcista se consolide y obligue al Banco Central Europeo a subir más intensamente los tipos de interés y por más tiempo del debido. De manera que lo que está ocurriendo es justamente lo contrario de lo que predican los apóstoles, sean socialistas o comunistas, del tipo de la señora Diaz: que las empresas están recortando sus márgenes y que están manteniendo en condiciones muy difíciles las plantillas. No son entes maléficos ni desinteresados en la marcha de la sociedad, sino atentos a sus necesidades perentorias…pero hasta un cierto punto. Sería un suicidio obligarlas a vender a pérdidas, como quieren algunos miembros del Ejecutivo, igual que sería letal que aceptaran las subidas salariales sustanciales que defiende la señora y los sindicatos venales del país, y que solo provocarían una oleada de despidos.
Cuando se es marxista en el fondo y en la forma se entienden y juzgan de manera torcida las relaciones laborales. Se interpretan en términos dialécticos, de lucha de clases, de modo que el empresario y los trabajadores se contemplan como enemigos irreconciliables, lo que atenta contra la esencia de cualquier proyecto de negocio y acaba debilitando e incluso haciendo imposible su futuro y el éxito correspondientes. Porque una empresa económica o mercantil es una comunidad de personas que, aportando unas capital y otras trabajo, se proponen bajo la dirección de un empresario el logro del objetivo que constituye su fin primordial: añadir por un lado valor económico, es decir generar rentas para todos sus participantes y, lo que es importantísimo, prestar verdadero servicio a la sociedad, contribuyendo de esta manera al bien común. Por eso, una empresa, que es un empeño esencialmente cooperativo, lo contrario a un campo de batalla, no se justifica si no llega a generar rentas suficientes para remunerar tanto al trabajo como al capital necesarios para desarrollar su proyecto. La retribución del capital es lo que se llama beneficio y se distribuye bien total o parcialmente a los accionistas a través de lo que se conoce como dividendo.
Explico estas cosas tan sencillas, tan inteligibles para cualquier persona con un mínimo sentido común, porque el Gobierno, entre los atropellos que baraja con el pretexto de ayudar a los más vulnerables, está el de limitar por ley el reparto de dividendos por parte de los grandes grupos de distribución que no se avengan a presentar a los consumidores una cesta de la compra más barata y asequible, sin tener en cuenta los costes en que incurren estos negocios -y todos en general- debido el encaramiento de las materias primas, la energía, el transporte y la elaboración obligada de los productos a fin de presentarlos cumplidamente a la venta. Esto sería así como un crimen de Estado porque arrasaría con los márgenes de las compañías, que son indispensables para cumplir sanamente su función social al tiempo que atender a todos los que participan en esta tarea ardua. Sería algo así como condenarlas a su desaparición.
La preocupación de la empresa debe ser dar equilibrada satisfacción a todos sus componentes y desde luego a los accionistas, que se han enrolado en el proyecto con unas determinadas expectativas de rendimiento. Por eso el objetivo financiero de la empresa – y digo bien, financiero-, que en cualquier caso está supeditado al fin general de prestar el mejor servicio posible y contribuir al bien común, es lograr el mayor valor de mercado posible para el patrimonio de los accionistas. ¿Es esto tan difícil de entender? Desde este punto de vista, prohibir el reparto de dividendos, o abocar a las compañías a vender por debajo de sus costes es un atentado contra la economía de mercado y seguramente ilegal. Pero me temo que en el caso que nos ocupa, que es el padecimiento de un Gobierno totalitario, todas esas lindezas de las que me hago eco son algo así como echar margaritas a los cerdos.
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