Los efectos negativos de las decisiones de quienes no se juegan su sustento día a día
En esta difícil situación en la que nos encontramos, no sólo sufrimos una crisis sanitaria y otra económica, sino que estamos padeciendo un ataque intervencionista sin precedentes, dentro del envoltorio de una justificación que se hace en nombre de la salud, porque las administraciones están tomando decisiones, constantemente, con un doble efecto negativo: restringir las libertades de los individuos e incrementar la intervención del sector público en su vida, por una parte, y dictar normas que cada vez arruinan a más personas y con mayor profundidad, por otra.
Por supuesto que nadie quiere que la gente enferme y mucho menos que fallezca, y naturalmente que todos queremos salvaguardar la salud de todos, pero una cosa es eso y otra muy distinta que haya que aceptar, sin cuestionarnos ni levantar la voz, esa intromisión constante en la vida de los individuos que una inmensa mayoría de políticos y una práctica totalidad de empleados públicos-no todos, pues hay honrosas excepciones en los dos ámbitos- está llevando a cabo parapetándose en la lucha contra la pandemia.
Aparte de no ser previsores y de la pésima gestión del Gobierno de la nación -responsable de casi la totalidad del desastre sanitario y económico que sufrimos- todas las administraciones están cayendo, dentro del margen competencial que tienen, en ese mismo vicio: el de intervenir, restringir y prohibir, y, con ello, están arruinando la vida de muchos ciudadanos.
Eso se debe, al fin y al cabo, a que quienes proponen esas medidas y toman esas decisiones no se juegan su sustento cada día: actualmente, la gran mayoría de los políticos no han trabajado en otra cosa en su vida que en la política, y, por tanto, no saben lo que es rendir cuentas ante unos inversores, unos accionistas y competir, con eficiencia, en el mercado por clientes, o ser autónomos, o levantar una empresa y dar empleo. Gestionan en el sector público, sí, pero casi todos ellos lo hacen siempre con la vista puesta en los votos, que es el único mercado en el que se saben manejar, pero donde la mayoría de las veces no se prima la gestión, sino la propaganda y la demagogia. Su sueldo, que no es elevado para el nivel de responsabilidad que tienen, no es el problema por su cuantía, sino porque es muy difícil que lo pierdan y no se ve afectado con las medidas que ellos mismos promulgan para el resto de ciudadanos. Lo mismo sucede con los empleados públicos, que tienen un puesto de por vida, que están ajenos, la inmensa mayoría, a la realidad de la lucha diaria del sector privado para salir adelante.
En ambos estamentos -políticos y empleados públicos- siguen cobrando su sueldo se decrete o no un cierre productivo, haya déficit o superávit de la administración a la que pertenecen, se vaya a trabajar o se imponga un encierro que lo impida, aunque no haya medios para trabajar a distancia. Si se reduce el horario de bares, no les afecta. Si no se deja abrir a los hoteles, no les afecta. Si la distancia que establecen entre mesas de restaurantes hace inviable la rentabilidad del negocio, no les afecta. No les preocupa que los cines puedan abrir o no, porque no les afecta tampoco. Cuando dicen que quieren salvaguardar la economía y que sólo se trata de limitar e impedir en muchos casos que los ciudadanos salgan a cenar, no son capaces de pensar que, con ello, están hundiendo la actividad económica. Ni saben relacionarlo ni les preocupa, porque, de nuevo, no les afecta. La economía la ven lejana, como algo abstracto, sin caer en que esa economía macroeconómica está conformada por los efectos que tienen todas y cada una de las personas que conforman una economía, personas a las que están hundiendo sus prohibiciones, restricciones e intervencionismo.
No se trata de ser imprudentes ni de bajar la guardia, pero tampoco de hundir a toda la sociedad. Deberían darse un baño de realidad abriendo los ojos sobre el desastre que cada ocurrencia suya provoca en la vida de los ciudadanos. Como digo, no es ser demagogo con su sueldo, que no es alto, pero sí que deberían aplicarse un descuento en el mismo, de un 10%, por ejemplo, cada vez que endurecen la normativa para restringir la actividad económica.
Están arruinando a la economía española con sus decisiones, guarecidos en sus sueldos asegurados. No buscan soluciones eficientes, sino la más fácil, medieval y, vistos los resultados, profundamente ineficiente. ¿Creen que encerrando a las personas y limitando la actividad económica vamos a mejorar sanitariamente? Si ya hemos tenido las medidas más duras y somos uno de los países que peor se comporta en los dos aspectos, el sanitario y el económico; por tanto, deberían pensar que lo están haciendo rematadamente mal y que deberían cambiar de estrategia, hacia una eficiente.
Generan inseguridad con su normativa cambiante, que introduce incertidumbre, espanta inversiones, hunde negocios y provoca desempleo. Esas equivocadas medidas, de no corregirse, provocarán un drama social mayor que el del virus, sin servir, además, para mejorar la gestión de la pandemia. Traerán empobrecimiento, y, con ello, menos recursos, de manera que tendremos peores servicios, como la sanidad, y, por tanto, por peor atención habrá más muertes por todo tipo de enfermedad.
Se necesita eficiencia, no un gasto desmedido ni unas prohibiciones crecientes, muchas de las cuales tratarán de mantenerlas tras la pandemia. Se necesita sentido común, y se necesita, en definitiva, saber lo que es tener que ganarse el pan cada día en medio de una normativa burocrática que perjudica y atenaza a los administrados.