Opinión

La clave

Suele ocurrir en los análisis periodísticos de la política. Podríamos conjurarlo vieja usanza, ajada como los Estados decimonónicos, sus tradiciones romanas, vicios y virtudes de Europa mediterránea. Quienes comentamos con mayor o menor éxito los asuntos de la nación, comparecemos proclives a tales hábitos. Al igual que quienes los protagonizan en persona primera. El político se ve a lomos de un corcel del que no se fía, pero le sostiene y le lleva. El periodista, intérprete, trata de comprender adónde carajo va ese jinete: llama, pregunta, almuerza (en algún caso) con él, incluso puede ajustar favores; le ve luego partir y se afana en apuntar la nota semanal. En eso consiste el juego, humilde, del escribiente.

Mientras, el caballo continúa al trote, bridas y espuelas del momento histórico. Resulta esto tan clásico y universal como una fábula de Esopo. Para el animal, inmenso, lento, importan las flemáticas orientaciones. Al Estado (al que estoy llamando corcel, quizás sea mejor decir burro arcaico) le agradan las caricias del primer ministro de turno, si bien está hecho para cargar y nunca parar. Fundadas esas reglas, es decir, que el político “ha de ser corrupto” y el que comenta sus andanzas un sencillo bardo, vamos a la clave.

En el ejemplo español, y sin retroceder más de cuarenta años, las observaciones coinciden en la tragedia: tanto quien se ve ganador como quien teme por su posición claman según la ibérica ortodoxia: o conmigo o contra mí. Uno puede pensar que son naturales consecuencias del quebrantamiento del bipartidismo, un pastel a dividir entre nuevos visitantes. Sin embargo, en el análisis político el dinero, los usos (y costumbres) que de él se han elevado, deberían pesar más. Un Estado no deja de ser un conjunto de relaciones, intereses. La política nacional refleja todavía las herencias y temores del reciente bipartidismo. Orden en que Cataluña fue parte fundamental, sostén de la loable “gobernabilidad de España”. Y que ahora supone la principal amenaza no ya a la gobernabilidad, sino a la supervivencia del régimen constitucional.

Este es el análisis sintomatológico; pero no ofrece la clave, la comprensión. Cuestionemos. ¿Por qué Pujol no ha ido a prisión? ¿Por qué la burguesía catalana ha sido tibia o directamente partidaria del procés? ¿Por qué el gran empresariado español permanece callado? ¿Por qué los sindicatos catalanes -ahora UGT está dirigida por un lazarillo del nacionalismo- no han dicho nada de la rebelión elitista catalana? ¿Por qué Rajoy aplicó un 155 suave (y breve)? Las preguntas se acumulan. La clave es poderosísima, pero se disimula al calor de las disputas diarias sobre chorradas guerracivilistas. Todas las inmovilidades, pasividades y acciones están sujetas a ella. La corrupción sistémica de los años 90 y 2000, la información que algunos poseen y las implicaciones tanto de Pujol (diseñador en la sombra del procés, respuesta a la pérdida de la hegemonía tras el Caso Palau) como de ciertas elites políticas y empresariales madrileñas impiden cualquier resolución a corto plazo. Existe un inmenso chantaje; un pacto tácito de silencio. El President, particularmente, quiere salvar a sus hijos de la cárcel. Y en muchos despachos de Madrid y Barcelona saben que, si tira de la manta, España y Cataluña enteras se van al carajo.