Opinión

El caballo del hambre

España se deshilacha bajo un cielo que ya no perdona: el campo clama desértico, los pueblos yacen desiertos, y el alma de nuestra tierra se pudre sin la caricia de quien la trabajaba. Antes, un huerto daba vida, fruto, alimento y memoria, sostenido por los brazos curtidos de abuelos y padres que, lejos de abandonar, transmitían semillas, saberes y esperanza. Hoy, esas hileras sólo guardan silencio.

¿Dónde ha quedado la autarquía? Esa sombra que, pese a todo, fue cordón umbilical con nuestra independencia económica más básica. No era grandeza, ni título, ni gloria, sino supervivencia humilde: un tomate, una patata, un manojo de hierbas; porque no se cultivaba la ambición de dominar el mundo, sino de saciar el hambre.

Y esa hambre, querido lector, ha tomado forma política: una economía insostenible empujada por un desgobierno renuente a mirar al campo, a sus gentes, a sus costumbres. Bajo la batuta de Pedro Sánchez y los socios PNV, Junts, ERC y cia -que han arremetido contra su propio país, el de todos-, la España profunda parece haber sido borrada de los mapas presupuestarios y de la imaginación gobernante. La financiación huye, los incentivos retroceden; la ruralidad se convierte en telón de nostalgia, mientras las ciudades inflan sus cuellos de botella y congestionan sus excesos.

Se nos pide modernidad en clave urbana, dinero líquido, crisis global y crecimiento numérico. Pero se silencian los ribazos, las plumas del trigo, el agua que un día fluyó entre bancales y que hoy se evapora sin ruido. Sin desarrollo rural, sin apaños, se mueren esos vestigios: aunque un padre jubilado trate con amor de sostener la raíz con una mirada, el sistema lo empuja al abandono.

Esta es la España que hemos creado: una nación sin su simiente, una geografía que ya no alimenta, unas manos sin tierra. Y el hambre, esa hambre ancestral que ya no es de pan, sino de significado, de pertenencia, de dignidad… se instala sin permiso.

Hoy, lo poco que queda de esos pueblos muere abrasado por las llamas. Los incendios se llevan por delante lo que la despoblación había dejado en pie. Sí, hay pirómanos —los ha habido siempre—, pero el verdadero combustible es la ausencia: ya no hay quien limpie los montes, quien desbroce los caminos, quien cuide los ríos como antes se hacía, con paciencia de siglo y orgullo de oficio. Donde había manos, ahora hay expedientes; donde había previsión, ahora hay improvisación. España arde y no tiene ni aviones suficientes para apagar su propia vergüenza.

Y si de dominar a un pueblo se trata —diría cualquier manual no escrito del poder—, nada mejor que hambrearlo con discursos envueltos en celofán verde: resiliencia, sostenibilidad, transición ecológica… Pero sin campesinos, sin huertos, sin la libertad que da un plato nacido de tu tierra. Así se fabrica la dependencia.

Margarita Torres, experta medievalista, lo explicó mejor mirando atrás: en la España medieval, los reyes que querían poblar el campo ofrecían casas, eximían de impuestos, otorgaban fueros generosos. Llevaban gente al mundo rural y creaban hombres libres. Hoy hacemos lo contrario: expulsamos a quienes quedan y quemamos el escenario donde podrían volver, por si se arrepienten.

La historia, si de verdad sirviera para algo, nos lo habría enseñado hace siglos. Lo escribió Alfonso X en sus Partidas: «La tierra, por el trabajo de los hombres, se enriquece; y sin ellos, se empobrece». Pero parece que hemos decidido, con premeditación y alevosía, comprobarlo por las malas.