Opinión

Alemania vota: el fin de Scholz y el ascenso de la AfD

Alemania vota el 23 de febrero y la cuestión no es quién sucederá a Olaf Scholz, ese canciller con el carisma de un semáforo en ámbar, sino si el país sigue en piloto automático o recupera el control del timón. Porque Scholz se despide como gobernó: en modo mueble de despacho, sin molestar, sin decidir, sin existir. Su legado es un cóctel inflamable de recesión, inflación y una crisis migratoria que ha convertido a barrios enteros en un puzle multicultural sin cohesión. Merkel abrió la puerta y Scholz dejó que la casa se llenara sin preguntar quién entraba.

Ahora la CDU llega con Friedrich Merz, un empresario de corbata prusiana y verbo severo que intenta vender la idea de que su CDU no es la de Merkel. Un ejercicio complicado cuando el partido que ahora quiere apagar el incendio fue quien encendió la mecha en 2015 con la política de puertas abiertas. Merz habla de recuperar el orden, pero sufre el síndrome de la derecha tradicional en Europa: juega a la ambigüedad y prefiere hacer malabares con los Verdes y los socialdemócratas antes que pisar el terreno minado de la AfD.

Mientras Merz tropieza en su propia contradicción, Alice Weidel avanza con la determinación de un rompehielos en el Ártico. La candidata de la AfD no se disculpa, dispara sin filtro y ha entendido mejor que nadie el clima social. En un país donde la corrección política ha sido religión de Estado, ella dinamita los dogmas y escala en las encuestas como un cohete. Es la misilera de la campaña: directa, sin pelos en la lengua y con la contundencia de un torero en la plaza. Se ha convertido en la heroína anti-woke, una mezcla entre Ayuso y Trump, respaldada incluso por Elon Musk y el vicepresidente de EEUU, J.D. Vance. Su mensaje es simple: o Alemania se pone firme o seguirá siendo el felpudo de Europa. Y en tiempos de crisis, la claridad gana elecciones.

La AfD ha pasado de ser un grupúsculo de nostálgicos a estar en la antesala del poder. Con un 21% en los sondeos, su ascenso es un tortazo a los partidos tradicionales, que llevan años tratando a sus votantes como cavernícolas por cuestionar la política migratoria y el desastre energético. Weidel sabe que cada ataque mediático la fortalece, y por eso dispara con bala: llama a Zelenski «orador con traje de camuflaje» y a los ecologistas de Fridays for Future, «niñatos histéricos». Es la receta Trump: cuanto más se escandaliza a la prensa, más se crece.

Pero, como en todo buen drama, la AfD no puede escapar de sus propios fantasmas. La sombra de Alexander Gauland y su declaración de que el nazismo fue «una caca de pájaro en la gloriosa historia alemana» sigue pesando. Weidel intenta alejarse de los sectores más tóxicos del partido, pero ahí están, hombro con hombro, con Björn Höcke, el líder del ala dura. Su estrategia es clara: ampliar su base sumando votos de los extremos, aunque eso signifique jugar con fuego.

El tablero de ajedrez político en Alemania tras el 23 de febrero parece un sudoku imposible. Merz podría verse obligado a pactar con socialdemócratas o Verdes, convirtiendo su mandato en un campo de minas ideológico. Pero si de verdad quiere cambiar la jugada, tendría que despojarse de los complejos y, quizá, hasta considerar a la AfD si los votos lo dictan. Basta ya de ese mantra progre que declara inaceptable cualquier coalición de derechas. Si la izquierda se alía con comunistas y verdes radicales sin pestañear, ¿por qué la derecha no puede hacer lo propio con un partido que, pese a sus sombras, representa a millones de alemanes? Si la CDU sigue bailando sobre la cuerda floja del miedo, su caída será cuestión de tiempo.

Alemania se encuentra en la encrucijada entre el miedo al cambio y el hastío con la continuidad. Scholz, el holograma gubernamental, se despide dejando un país en recesión por segundo año consecutivo y una crisis energética autoinfligida. Ha sido, sin quererlo, el mejor telonero para el ascenso de Weidel, y ella le agradece cada voto en su contra.

Lo cierto es que, pase lo que pase, la merkelización de la CDU y el imparable avance de la AfD marcarán un antes y un después en la política alemana y, por extensión, en Europa, España incluida. Es hora de que la CDU se sacuda los complejos, entierre el legado de Merkel y deje atrás a Scholz, porque los tiempos de discursos edulcorados han terminado. Si Scholz se despide con el entusiasmo de un lunes lluvioso, Pedro Sánchez haría bien en ir tomando nota: la paciencia de los votantes no es infinita, aunque el BOE lo parezca.