Nubes y aerobioma

Aerobioma: cuando vivir en las nubes es literal

Los microbios se alimentan en las propias nubes, siendo capaces de descomponer un millón de toneladas de carbono orgánico cada año

Cuando decimos que alguien está viviendo en las nubes, lo que queremos señalar es que el sujeto en cuestión parece estar desconectado de la realidad, como en otro mundo. Si, en cambio, indicamos que vive en una nube, en singular, el significado es bien diferente y apunta más bien a la euforia que siente la persona, seguramente por algún buen motivo que así lo justifica.

No sabemos cuál de estas dos acepciones se ajusta más a la situación de las innumerables formas de vida microscópica que albergan nuestros cielos, que están repleto de bacterias, hongos, virus y otros microbios que no se limitan simplemente a vivir en las nubes, sino que desempeñan un papel fundamental en la regulación del clima, en el ciclo del carbono y en nuestra propia salud.

El concepto aerobioma hace referencia a este ecosistema microbiano presente en el aire. Estos microorganismos pueden haber llegado a los cielos de muy diversas maneras: arrastrados por el viento, dentro de las gotas de agua que conforman las nubes, en las esporas de los hongos, en el humo y en las partículas liberadas en incendios forestales, en huracanes, etc.

Puy de Dôme

Desde hace más de 20 años, el científico francés Pierre Amato, de la Universidad Clermont Auvergne, investiga junto a otros compañeros la vida que albergan las nubes. Muchos de sus trabajos se realizan en el Puy de Dôme, un volcán de casi 1.500 metros de altura ubicado en el Macizo Central que resulta ideal para estas investigaciones.

Amato capta el agua de la niebla desde la cima de la montaña y después analiza las gotitas en el microscopio. Con estos experimentos, ha demostrado que en cada muestra hay miles de microbios.

Como describió en uno de sus estudios: «Las nubes son componentes clave en el funcionamiento de la Tierra. Además de actuar como obstáculos a las radiaciones de luz y los reactores químicos, son posibles oasis atmosféricos para microorganismos transportados por el aire, proporcionando agua, nutrientes y caminos hacia el suelo».

Comerse las nubes

Otro interesante descubrimiento es que los microbios se alimentan de las propias nubes, siendo capaces de descomponer un millón de toneladas de carbono orgánico cada año. Esto quiere decir que su presencia no es testimonial, sino que influyen sobre cuestiones como, por ejemplo, las precipitaciones y el ciclo del carbono.

Cuando surge una nube, se generen corrientes ascendentes que elevan el aire cargado de agua a grandes altitudes que son lo suficientemente frías como para convertir el agua en hielo. Después, el hielo vuelve a caer en forma de lluvia o bien, si el aire es muy frío, como nieve.

Las bacterias tienen mucho que decir en este proceso que convierte el agua en hielo, especialmente las pseudomonas, un género de bacilos que resultan particularmente eficaces a la hora de formar hielo en las nubes.

Convertir agua en hielo

Los científicos no están seguros de cuál es la razón por la que las pseudomonas disponen de esta habilidad, que sospechan que podría estar relacionada con su actividad en las hojas. De hecho, cuando la lluvia fría cae sobre una hoja, estas bacterias ayudan a que el agua líquida se convierta en hielo.

Mediante dicho proceso, los microorganismos obtienen alimento: el hielo agrieta las hojas, momento que las pseudomonas aprovechan para comerse los nutrientes que contienen.

En el caso de las nubes, también se ha comprobado que cuando hay presencia en ellas de esta familia de bacterias, vierten más lluvia sobre las plantas que se encuentran debajo, alimentando así un círculo virtuoso: más lluvia significa más hojas, y las hojas, a su vez, sustentarán más bacterias, y una parte de las mismas acabarán, además, en el cielo.

Antibióticos

Volviendo a Amato, otra investigación relevante en la que participó el científico francés tiene que ver con la detección de genes de resistencia de antibióticos (ARG, por sus siglas en inglés) en las nubes de Puy de Dôme. En efecto, las bacterias resistentes a los antibióticos también se encuentran en nuestros cielos.

Según se advierte en este último estudio: «El uso extensivo de grandes cantidades de antibióticos para sostener la actividad humana ha llevado a la rápida adquisición y mantenimiento de genes de resistencia a los antibióticos (ARG) en bacterias y a su propagación al ambiente. Eventualmente, estos pueden diseminarse a largas distancias por transporte atmosférico».

El uso veterinario de estos antibióticos, con los que se alimenta, a menudo de manera excesiva, a pollos, cerdos, vacas y otros animales, podría ser el principal contribuyente de ARG a la atmósfera, señalan los investigadores.

ARG en la lluvia

Desde las nubes, las bacterias con ARG puede volver a la tierra, por ejemplo en gotas de lluvia, transmitiendo sus genes de resistencia a otros microbios. De hecho, 2,2 billones de billones de genes de resistencia caen de las nubes cada año.

Hablamos, por tanto, de un grave riesgo para el medioambiente y para la propia salud de los seres humanos que, al mismo tiempo, confirma lo que la ciencia de la ecología lleva muchos años repitiendo: todos los componentes de un ecosistema están inevitablemente conectados.

En consecuencia, no hay ningún daño que cometamos sobre el entorno que no pueda sernos devuelto, tarde o temprano, y quizá de la manera menos pensada.