Invasión de Ucrania

Dos meses de guerra: OKDIARIO testigo en Ucrania de la resistencia ante la invasión rusa

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Joan Guirado

Todas las cortinas del tren que cubre la ruta entre Leópolis y Kiev están completamente bajadas. El revisor, uno por cada coche, se encarga de que así sea cuando cae la noche. Es por motivos de seguridad. Eso, sin embargo, facilita no tener que ver las lanzaderas de misiles Patriot que se disponen al lado de las vías preparadas para intervenir si es necesario.

Por el borde de la cortina, desde el interior del tren se logra percibir alguna cosa del exterior. En un momento puntual de la noche se ve caer algo así como una estrella. Pero no es tan idílico. Lamentablemente, es un misil que ha impactado a varios kilómetros de la ruta que prosigue ese viejo tren humeante –que hace años se dejó de usar en España– y en el que ese día viaja ni más ni menos que el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. De eso ya hace cuatro noches. El día 56 de la invasión.

Hoy Ucrania cumple 60 días en guerra. Dos meses en los que la locura de un tipo sin escrúpulos como Vladimir Putin, uno de los más poderosos del mundo, ha obligado a miles de personas a abandonar su país. Un conflicto que ha destrozado ciudades enteras y ha roto vidas y familias, en pleno siglo XXI. Un tipo que lo único que persigue es ampliar las fronteras de Rusia por simple gula. Cada vez son más los propios rusos que ni lo entienden ni lo apoyan.

En la estación de ferrocarriles de Przemšyl (Polonia), a escasos quince kilómetros de la frontera, se amontonan decenas de cestas de bebé esperando a lo recién nacidos obligados a emigrar antes de saber entrelazar dos palabras. La imagen es chocante. Pero es la triste realidad de un conflicto armado en nuestra vieja Europa. Madres y abuelas con sus hijos y nietos escapan en busca de la seguridad y la esperanza que les dé un futuro. Los hombres se quedan luchando por su patria.

Pero tras dos meses, y con las tropas rusas empezando a retirarse tras la pérdida de miles de efectivos y material por la resistencia del pueblo ucraniano, también los hay que aprovechan para volver. En Ucrania preocupa que el éxodo de estas semanas lleve al país a un punto sin  retorno. A truncar su futuro.

Niños abandonados

En la misma estación de Przemšyl, mientras esperamos en una larga cola para pasar el control de pasaportes, una octogenaria se acerca a este periodista con una niña de no más de diez años. Le pregunta si va hacia Ucrania y, sin más, deja allí a su nieta y se va como si fuese a recoger algo más. El tren con destino a Odesa -una de las ciudades más masacradas- y con parada en Leópolis se va y la señora no vuelve a aparecer.

Delante de mí. Ni se despidió de ella. Supongo que lo hizo anteriormente para que no me percatase de lo que sucedía. De golpe y porrazo, tengo que hacerme responsable de una menor a la que no conozco y de la que no sé ni el nombre. Tras un rato en la cola le pregunto si es ucraniana y me responde que sí. Le pregunto que a dónde va y levanta los hombros como si no tuviera respuesta. Lleva una riñonera, que no me atrevo a abrir, y un peluche marrón que sostiene fuerte con las dos manos. Lo besa de vez en cuando.

En el control le hace un gesto al policía de que va conmigo hacia Ucrania y asiento con la cabeza. Tampoco sabía qué hacer. Una agente le da un zumo y un bollo en una zona llena de alimentos y material de primera necesidad como ropa. No le piden pasaporte ni billete y se sienta a mi lado un rato. A diferencia del convoy que acaba de llegar procedente del país ocupado, completamente lleno, el nuestro va casi vacío.

Antes de salir el tren, me dirijo al supervisor para informarle de que realmente no conozco a esa niña de nada. Habla con ella en ucraniano y saca de la riñonera un papel con un nombre, un teléfono y una dirección. En la estación de Podolsk la estarán esperando sus padres. Cuando Rusia empezó a bombardear su ciudad, al inicio de la invasión, la mandaron con su abuela para evitarle un miedo y un sufrimiento que aún se percibe en su cara.

Un hombre mira entre los escombros de una casa del vecindario de Vinograda, en Kiev.

Dos meses después de la madrugada de aquel 24 de febrero, que paralizó el mundo por un momento y acto seguido volvió a hacer sonoro el ‘no a la guerra’ en todas las partes del planeta, Ucrania sigue en pie contra las atrocidades perpetradas por los hombres de Vladimir Putin, que sólo el tiempo y la Corte Penal Internacional se encargarán de juzgar por el genocidio ordenado en nombre de nada ni nadie.

Miedo en Kiev

Tras casi diez horas en tren, cuando llegamos a Kiev, la capital del país, a las ocho y media de la mañana, nos encontramos con una ciudad que despierta como cualquier capital del mundo. Pese a estar en guerra. De la estación de ferrocarriles salen hombres y mujeres que van a trabajar y entran los que buscan salir del terror.

Como en el tren, las puertas de la mayoría de edificios, comercios y hoteles están cerradas. Algunos tienen las puertas abiertas para permitir el acceso de clientes y otros ni siquiera abren. Aunque las bombas apenas han llegado al corazón financiero y económico del país, donde reside el principal objetivo de Putin -el presidente Volodímir Zelenski- hay miedo y tristeza. Kiev es una ciudad segura y fuerte en un país empeñado en no dar la victoria a un dictador acostumbrado a ganar por incomparecencia del rival o por deshacerse por completo de ellos.

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