Valverde o un despido procedente con ocho meses de retraso
Aunque hoy el Barcelona haya certificado su fallecimiento como entrenador, Ernesto Valverde murió en el banquillo del Barça hace ocho meses. Murió en Liverpool después de uno de los mayores sonrojos de la historia azulgrana. Un año antes había sobrevivido contra todo pronóstico a una caidita parecida en Roma. Pero la noche de Anfield era de despido procedente. No se procedió porque Messi no quiso y en el Barça actual no se cambia ni el papel higiénico de los baños si no lo autoriza Messi.
La decisión que el Barça debió tomar ocho meses ha la toma ahora, tarde y con unas formas más propias de Jesús Gil que de un club que da lecciones de moral cada cuarto de hora. Pero el despido de Valverde no por sainetesco es inmerecido. El problema para Bartomeu es lo inoportuno del momento. Ya saben que en el fútbol, como en las películas del oeste, no conviene cambiar de caballo en mitad del río.
Es cierto que Ernesto Valverde no se merecía este ninguneo, esas negociaciones televisadas con los candidatos a ocupar su silla, calabazas incluidas, pero su Barça era una oda al abandono desde la noche de autos en Anfield. Esas heridas no se curan con betadine ni se pueden suturar. Hay que amputar. No se amputó por Messi y por todos sus compañeros, pero por Messi el primero, y ahora el Barcelona ha tirado ocho meses con un técnico que llevada tatuado en la frente el lema «yo era el entrenador del Barça la noche del 4-0 en Liverpool».
Valverde se va con dos Ligas y media en su currículum pero con dos Champions tiradas en la madurez futbolística de Messi. Y eso es mucho tirar. Deja tras de sí un aroma de entrenador serio, pragmático, educadísimo, pero también un poco triste y de perfil bajo. Se va del Barcelona con ocho meses de retraso, pero se va un buen entrenador y una buena persona.