El fraude de ley como síntoma del colapso institucional
Hay momentos en que la actualidad política pone a prueba la resistencia del Derecho frente a la manipulación del poder. En los últimos meses, el Tribunal Supremo ha tenido que recordar algo elemental: la ley no puede utilizarse para burlar la justicia. Y, sin embargo, esa advertencia ha llegado tras una serie de maniobras procesales que reflejan cómo parte de nuestra clase política ha convertido la legalidad en un escudo de impunidad.
El caso más reciente, que todos conocemos por su repercusión pública, revela una práctica perversa: invocar los derechos procesales no para defenderse, sino para obstaculizar el avance del procedimiento judicial. El instructor del Supremo lo ha definido con precisión como «fraude de ley»: una figura clásica en el Derecho que consiste en utilizar la norma con un fin distinto al que fue concebida. Detrás de esa aparente formalidad se esconde una intención contraria al espíritu de la justicia.
Como jurista, debo subrayar la gravedad de esta conducta. El fraude de ley no es una infracción menor, sino una deslealtad institucional. Es la forma más refinada de corrupción: aquella que no roba dinero público, sino confianza ciudadana. Cuando el Derecho se usa para entorpecer su propio funcionamiento, la consecuencia no es sólo procesal, sino moral y política.
Aún más preocupante resulta la paradoja de ver a representantes públicos bajo sospecha aferrarse a su escaño mientras se investiga su presunta participación en tramas de corrupción. En lugar de dar un paso al lado, se parapetan tras el aforamiento y el vacío legal que impide suspender temporalmente a quienes afrontan acusaciones graves. El resultado es demoledor: el Parlamento se convierte en refugio y no en ejemplo. Como refugio fueron y siguen siendo algunas partes de Europa para los socios separatistas de Sánchez.
Ésa es la verdadera crisis institucional de nuestro tiempo. No se trata de un individuo, sino de un modelo de poder que confunde inmunidad con impunidad. Un sistema donde las siglas pesan más que la ética y donde el cálculo electoral suplanta la responsabilidad moral. Mientras tanto, la ciudadanía contempla cómo se degradan los principios que sostienen el Estado de Derecho y cómo la justicia se ve obligada a resistir la erosión constante de quienes deberían ser sus primeros garantes.
El Gobierno, lejos de reaccionar con contundencia, opta por el silencio, la ambigüedad o en el peor de los casos el ataque al sistema judicial. Se invoca la «presunción de inocencia» como si fuera una coartada ética, olvidando que se trata de un principio procesal, no de un blindaje político. En democracia, la ejemplaridad debería preceder a la sentencia. Y la renuncia al cargo o al escaño, en caso de duda razonable, tendría que entenderse no como una condena anticipada, sino como un gesto de respeto hacia las instituciones. Dónde quedan los tiempos en los que se solicitaba a camisa desgarrada que cuando un político estuviera inmerso en una causa por corrupción dimitiera inmediatamente. Claro, con Sánchez y su organización eso sólo vale para el contrario.
Urge abordar una reforma legislativa integral que impida estos vacíos: suspensión cautelar del cargo público en casos de imputación por delitos graves, limitación efectiva de los aforamientos y un verdadero control ético del desempeño parlamentario. No puede seguir siendo admisible que la norma, concebida para proteger la función representativa, se utilice para bloquear la rendición de cuentas. No podemos seguir tolerando que un grupo aferrado a cargos y sillones públicos siga atacando el Estado de Derecho para defender a sus compañeros imputados.
La regeneración democrática no se alcanzará con discursos, sino con reglas que devuelvan al Derecho su sentido originario: servir a la justicia, no al poder. Cuando un tribunal tiene que recordar a un político que no puede instrumentalizar la ley para ganar tiempo, el problema ya no es procesal, es estructural.
El fraude de ley es, en este contexto, mucho más que una figura jurídica: es el espejo de una política que ha olvidado la diferencia entre defenderse con el Derecho y defenderse del Derecho. Cuando un Gobierno convierte la corrupción en costumbre y ataca a los jueces que la combaten, la democracia entra en peligro. No se trata ya de un partido, sino del futuro de un país. Es hora de reaccionar: sin justicia independiente, no hay libertad posible.
- Eduardo R. Luna es abogado y profesor de Derecho.
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