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Franco murió y los que no pasan página son otros

Cincuenta años desde la muerte de Franco y, sin embargo, seguimos como si la historia fuese un carrusel del que algunos no quieren bajarse. Desde Mallorca, el espectáculo se ve con mayor nitidez: mientras la isla lidia con problemas reales -y urgentes-, la política nacional vuelve a girar en torno a un fantasma que ya debería estar descansando en paz.

Y lo diré con claridad, sin miedo a que se escandalicen los profesionales del sobresalto moral: una sociedad madura puede mirar al pasado sin convertirlo en catecismo ni en tabú. Puede reconocer errores sin negar que hubo aspectos que funcionaron mejor que ahora. Es un ejercicio de memoria adulta, no de nostalgia.

Porque sí, hubo cosas que, comparadas con el presente, dan qué pensar. En aquel tiempo -con todas las limitaciones que hoy nadie desea repetir- existía una cierta sensación de orden, de estabilidad, de previsibilidad. No había esta permanente sensación de que cada administración se contradice con la siguiente, ni este caos normativo donde cada cambio de gobierno implica desmontar lo anterior por puro deporte ideológico. Y, por supuesto, que prefiero la libertad de hoy, pero no voy a fingir que la eficacia administrativa, la disciplina presupuestaria o el respeto básico a la autoridad eran peores entonces que ahora… porque no lo eran.

Hoy, en cambio, vemos cómo las leyes cambian al ritmo de las encuestas, cómo se gobierna con prisas y parches, y cómo el ciudadano se siente más inseguro, más desprotegido y más engañado que nunca. En los barrios de Palma lo comentan sin rodeos: se vivía con menos, pero se vivía con más tranquilidad. Cada época tiene lo suyo, pero negar que la nuestra está atravesada de incoherencias y desórdenes sería engañarnos.

Mientras tanto, algunos se dedican a recordarnos cada noviembre lo mucho que tenemos que agradecer por vivir en democracia… como si alguien lo discutiera. Pero lo hacen para no hablar de lo que realmente desvela a los mallorquines: alquileres imposibles, saturación turística mal gestionada, inmigración desordenada, servicios públicos que crujen bajo su propio peso y jóvenes expulsados de su propia tierra. No es precisamente el retrato de un país que avance con paso firme.

La ironía más amarga es que quienes gritan más fuerte contra el pasado son los mismos que gestionan el presente con una ligereza que asusta. Como si señalar los defectos de otro tiempo los absolviera de los suyos. Como si recordar a Franco -una dictadura que nadie sensato quiere de vuelta- sirviera para maquillar que hoy reina una inflación normativa, una fractura social y una inseguridad jurídica que habrían sido impensables hace no tanto.

No, no se trata de idealizar nada. Se trata de mirar al pasado sin filtros y al presente sin excusas. Y desde esa posición, uno entiende por qué tanta gente siente que hoy tenemos más libertad, sí, pero menos certezas; más derechos, sí, pero menos estabilidad; más discursos, pero menos resultados.

Mallorca, con su pragmatismo insular, lo ve claramente: la vida no mejora repitiendo consignas, sino enfrentando la realidad. Y la realidad, cincuenta años después, es que Franco murió y el país sigue obsesionado con él mientras los problemas actuales crecen sin que nadie se atreva a meterles mano.

Quizá el verdadero progreso consista justo en eso: en dejar que el pasado sea pasado y exigir al presente la seriedad que tantas veces se echa en falta. Aquí, en esta isla que no vive de sombras sino de hechos, ya va siendo hora.