Las últimas horas de Hitler y Eva Braun antes de suicidarse un 30 de abril en su Reich reducido a cenizas
El dictador nazi Adolf Hitler y su esposa, Eva Braun, se suicidaron el 30 de abril de 1945 en un búnker de Berlín, acosados por las fuerzas soviéticas entre las cenizas del imperio que «iba a durar 1.000 años». Llevaban casados menos de 40 horas. Hitler había cumplido 56 años diez días antes.
Tras albergar una especie de desayuno de boda improvisado en mitad de la noche del 29 al 30, Hitler se pegó un tiro la tarde siguiente. Braun eligió el envenenamiento por cianuro para quitarse la vida, según las conclusiones finales del historiador Hugh Trevor-Roper, encargado de reconstruir las últimas horas del dictador, objeto de rumores, exageraciones y conclusiones contradictorias. El hallazgo de un anexo al testamento de Hitler, meses después, ayudó a aclarar el panorama.
En las horas previas, el dictador se despidió uno por uno de los últimos aliados que le quedaban en su círculo de amistades y subordinados, recluidos junto a él en el Führerbunker de Berlín, las fuerzas soviéticas se encontraban a menos de 500 metros de distancia. En torno a las 15.30 horas, Hitler y su mujer se quitaron la vida.
En ningún momento de ese día Hitler pudo elegir a su sucesor. En un principio, según su última voluntad, tenía la intención de designar a su ministro de Propaganda, Joseph Goebbels, pero nunca ocurrió un traspaso de poderes formal.
Por contra, fue el vicecanciller del Reich, Hermann Goering, quien exigió a Hitler que le entregara el mando mientras que el jefe del aparato ejecutor del régimen nazi, las SS, Heinrich Himler, intentaba negociar la rendición con los aliados. Una de las últimas decisiones de Hitler fue arrestar a ambos. El régimen que comenzó con Hitler 12 años antes terminó con él ese mismo día.
Siguiendo las instrucciones de Hitler, los dos cuerpos fueron trasladados al exterior a través de una salida de emergencia, hasta el jardín en la parte trasera de la Cancillería del Reich, donde fueron reducidos a cenizas. El edificio sigue cerrado hoy, semidestruido primero por las fuerzas soviéticas y después por la antigua República Democrática Alemana que emergió en Berlín tras la guerra.
Hitler pudo ver los escombros. En una de sus últimas apariciones públicas, emergió del búnker para galardonar con la Cruz de Hierro a los miembros de las Juventudes Hitlerianas que habían realizado un último intento de impedir el avance de las tropas soviéticas. La iniciativa, prácticamente suicida, fue alentada por el propio dictador meses antes, en uno de sus últimos discursos ante la nación, a la que exhortaba a contestar la cadena de desastres de las últimas semanas. «Sortearemos la crisis», espetó, «con voluntad inquebrantable».
Dos días antes de la muerte de Hitler, su aliado italiano, el dictador fascista Benito Mussolini, fue ejecutado de un disparo a manos del partisano italiano Walter Audisio. Los cadáveres de Mussolini y de su amante, Clara Petacci, fueron exhibidos en la plaza milanesa de Loreto. Alemania sucumbió al caos absoluto, entre informaciones de suicidios en masa entre funcionarios y población civil conforme avanzaban las fuerzas aliadas y soviéticas.
Hitler se aseguró de que no quedara en pie ni la infraestructura industrial alemana, que ordenó destruir para que no cayera en manos del enemigo.
El Reich acabó descabezado, Goebbels se suicidó poco después, casi literalmente hecho cenizas y Alemania en ruinas a partir de la tarde del 30 de abril. Lo que sucedió con la cremación todavía es objeto de cierta disputa entre los historiadores, que dudan sobre la fiabilidad de los documentos soviéticos: los restos de Hitler, Braun, Goebbels y su familia, así como los perros del dictador, fueron exhumados y las cenizas esparcidas en un río del norte de Alemania.
Como cabía esperar tras una muerte de semejante magnitud, buena parte de la población alemana se negó a creer que el dictador hubiera muerto, como constataría un año después el oficial de Inteligencia británico W. Byford-Jones, tras encuestar a una veintena de berlineses, todos con educación formal.
«Solo uno de ellos creía que Hitler estaba muerto. Los otros 19 reconocieron saber la fecha de su cumpleaños, y estaban convencidos de que seguía vivo. Hablaron de él sin reproches. Y también descubrí que los niños, generalmente una buena guía para comprender las creencias de los adultos, hablaron de su ‘Tío Adolf’ como un ser vivo. Casi todos, sin excepción», declaró, según le cita el libro ‘La Muerte de Hitler’, de Ada Petrova y Peter Watson.
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